Estaba vacío por dentro, no le quedaba nada. Todo se había vuelto polvo entre sus dedos, era una arma rota, creada para destruir a todo lo que se pusiera en su camino. Su sobrenombre ahora le quedaba como un guante, el Fantasma de Esparta, un asesino inmisericorde de brutalidad e ira desmedida. Kratos miró sus manos y tembló levemente, pese a estar limpias aún podía ver en ellas la sangre todas sus víctimas. Suspiró ampliamente y miró el vapor de su aliento alzarse en espirales hacia el nublado cielo, se recolocó las pieles que envolvían su musculoso cuerpo y siguió avanzando hacia el norte. Tras matar a los Dioses del Olimpo, las Moiras se le habían aparecido ante él, mostrándole los hilos de su destino. Podía elegir gobernar el Olimpo con puño de hierro, ocupando su legítimo lugar como hijo de Zeus o marchar al norte, dónde le esperaba la redención con sangre, sudor y lágrimas. Kratos sabía que en Grecia no le quedaba nada, su familia había sido asesinada por su propia mano bajo la malsana influencia de los Dioses y era un renegado, asesino y monstruo para todas las Polis griegas. La supuesta redención en el norte era el único camino que podía tomar, no cometería los errores de antaño otra vez.
Los primeros copos de nieve empezaron a caer de forma perezosa y lenta, Kratos los observó con cierta curiosidad y sacó la lengua para probarlos. Se sorprendió sabían como el agua helada, pese a recordarle a las cenizas de una ciudad en llamas. Siguió avanzando, pese a la salvaje tormenta de nieve que azotaba la zona, se abrió un sendero en la creciente capa de nieve, escuchando el crujir del hielo bajo sus pesados pasos, dándole la extraña y familiar sensación de huesos partirse. No recordaba cuánto tiempo llevaba andando en aquellos campos blancos, mientras la nieve caía sin parar de los oscuros cielos. Los pinos cubiertos de nieve y hielo se alzaban como gigantes silenciosos, que parecían observarlo con indiferencia. Dos cuervos graznaron en el cielo, Kratos alzó su cabeza, mirando a aquellas aves de mal agüero volar en círculos sobre él. Por instinto se llevó las manos a las Espadas del Caos, que colgaban de sus cadenas encantadas en su cinturón, era tentador derribar aquellas aves y devorarlas asadas. El repiqueteo constante de un disco de cobre lo sacó de sus pensamientos, aquel ruido era una señal de alarma, seguramente habría una aldea cercana. Echó a correr por la nieve, siguiendo el repetitivo ruido pese a la rugiente tormenta, hasta llegar a un acantilado en el que había una cala oculta. Allí se ubicaba una pequeña aldea de pescadores, tres barcos de guerra se acercaban a toda velocidad, impulsados por los remos y las velas pese a la tormenta, abriéndose paso en el espumoso y bravo mar. Kratos sabía lo que eran, piratas y saqueadores lanzándose al cuello de una presa fácil, esa escena se había repetido durante la guerra entre Atenas y Esparta, donde mercenarios y desertores atacaban pueblos indefensos. En ese instante se dio cuenta de que tenía las Espadas del Caos en sus manos, no recordaba haberlas sacado y aun así ahí estaban, listas para derramar otra vez sangre.
El disco de bronce sonaba sin parar, las mujeres y niños sollozaron, los hombres y ancianos maldijeron, mientras salían de sus casas equipandose con armas y armaduras de tosca factura. Faye sacaba una cabeza al más alto de los guerreros de la aldea, que ya se preparaban en grupos de combate y tensaban los arcos con flechas de caza. Sacó su hacha y la sopesó, se había puesto sobre su túnica una armadura de cuero de piel de oso, que se ajustaba a sus voluptuosas formas y sus ojos azules se clavaron en los tres barcos que acortaban distancia con la playa, mientras sentía el frío viento en su pálida piel y le revolvía su salvaje melena pelirroja. Guerreros furiosos y sedientos de sangre saltaron de los barcos, al arribar a la arenosa playa cubierta de nieve y hielo. Los defensores formaron una línea de combate, mientras las mujeres alzaron sus arcos a la espera de la orden de disparar de Faye. Calculando la distancia alzó el hacha y luego la arrojó hacia la turba furiosa como un meteorito, las flechas la siguieron un segundo después, derribando a la primera fila de incursores, pero no fue suficiente para detener el avance de los piratas. El hacha de filo helado volvió a la mano de Faye y ordenó retroceder a las mujeres, mientras rezaba a sus ancestros por un milagro para evitar el funesto destino que se cernía sobre aquel lugar.
Una figura saltó desde el acantilado y pareció recorrer varias decenas de metros en el aire, para estrellarse envuelta en ardientes llamas giratorias contra el centro de aquella aldea, creando un cráter por el impacto y levantando una nube de polvo y nieve al aire, formando una extraña niebla. Kratos salió como un espectro aullante de entre la niebla, se había quitado las pieles dejando a la vista su pecho cubierto de cicatrices y la franja roja que subía desde su vientre hasta su frente por el lado izquierdo de su cuerpo. Su rostro ceñudo tenía la palidez cenicienta de los muertos, mataba en silenciosa furia, blandiendo sus espadas de filo ardiente dejando un rastro de cuerpos destrozados a su paso. Los piratas rugieron y se olvidaron de los pueblerinos, lanzándose contra aquel extraño hombre que parecía desprender un aura de muerte y violencia, rodeándole como una manada de lobos a un oso, para atacarlo desde todas direcciones y proseguir con su saqueo. Kratos sonrío y eso heló la sangre de Faye, que observaba al guerrero ceniciento soltar las empuñaduras de sus espadas, para un instante después agarrar las cadenas unidas a las empuñaduras de las hojas y hacerlas girar a toda velocidad alrededor suya, cercenando brazos, piernas y cabezas de los enemigos de su alrededor, dejando un círculo de mutilados y agonizantes enemigos. Una enorme figura descendió de los barcos piratas, era una masa acorazada que tenía la forma de un hombre, pero no su tamaño, era un gigante de tres metros y medio, totalmente cubierto de pieles y placas de hierro, sujetaba con fuerza una enorme hacha a dos manos tan alta como el propio Kratos. Aquel titánico guerrero se detuvo y se mesó su barba negra, observando la matanza del guerrero pálido con interés casi profesional, antes de alzar su voz sobre la tormenta.
-Has luchado bien y con honor, pálido guerrero -la voz de gigante retumbó por toda la aldea e hizo detenerse todos los combates, todas las miradas se dirigieron a él. -Esta no es tu tierra, eres extranjero y no te incumbe sus asuntos. Te dejaré marchar en paz o unirte a nuestra gran banda de guerra. ¿Qué me dices, pálido guerrero?
-No me importa lo que tengas que ofrecer -Kratos lo miró con un odio salvaje, sabía que aquellas palabras eran en parte verdad y mentiras. Él mismo había estado en el lugar de aquel incursor, al final solo había un resultado posible, la muerte. -He decidido luchar por esta gente, soy vuestra muerte, el Fantasma de Esparta.
-Así sea -rugió el gigante enarbolando su enorme hacha y desafiando a Kratos, riéndose de forma maníaca. -Ven Fantasma de Esparta, Ulthar Rompemontañas te dará muerte.
Su manchada mano derecha alzó la cabeza del gigante muerto y rugió como una bestia, dejando que enemigos y aliados lo vieran, sabía que el efecto psicológico de la muerte del líder enemigo desanimaría a los atacantes y daría esperanza a los defensores. El hacha de cabeza helada salió disparada de entre sus dedos, volviendo volando con un silbido a la mano de su dueña. Kratos arrojó la cabeza al suelo y sacó del torso desmembrado las Espadas del Caos, sus cadenas reptaron igual que serpientes y envolvieron sus brazales, mientras su mirada era atraída hacia aquella mujer y empezó a avanzar con paso cansado hacia ella. Faye fue a su en cuerpo, estaba manchada de sangre y barro, tenía cortes por todo su cuerpo y su melena roja se agitaba por el aire de la tormenta, sus ojos azules estaban clavados en los de Kratos y una sonrisa juguetona apareció en sus labios.
-He esperado mucho por ti, Kratos de Esparta -la voz de Faye era suave y con un tono de dulzura, pero si aspecto indicaba que podía enfrentarse a cualquier hombre y salir victoriosa. -Sé Bienvenido a las salvajes tierras del norte, yo so Faye.
-Luchas como una amazona de mi tierra natal, Faye -Kratos se sorprendió al escucharse decir aquellas palabras, se sentía atraído por aquella mujer y no sabía por qué era, pero tampoco le importaba. -Sabes quién soy y esperabas mi presencia, mujer. ¿Dime como eso es posible, si soy un extraño en estas tierras.
-Estaba escrito que nos conociéramos -Faye le dedicó una sonrisa enigmática y acarició el manchado rostro de Kratos. -Buscabas tu destino en estas tierras y el destino te ha encontrado, es hora de descansar y de dejar atrás la senda de la guerra por el momento, mi querido Kratos.
Kratos se estremeció ante aquella caricia y se quedó sin habla, llevaba demasiado tiempo con la carga de sus pecados sobre sus hombros y aquella mujer parecía saber quién era, lo que era y lo que había hecho, pero no parecía importarla. Cerró los ojos cansando dejándose llevar por la caricia, sintiendo que había pasado toda una vida desde que había recibido el cariño de una mujer. Faye lo cogió de una de sus enormes manos y lo guío hacia la playa, a su alrededor todo era un caos, pero parecía no importarles los enemigos huyendo y los aliados masacrando a los asaltantes rezagados. Kratos empujó un bote pesquero hasta el mar y ayudó a Faye a subir, luego él la siguió abordo y se tumbó presa de un cansancio sobrenatural, mientras ella guiaba la embarcación lejos de la aldea en llamas, de la guerra y del pasado de Kratos, internándose en la niebla que se alzaba tras la tormenta como espectros errantes hacia un nuevo comienzo, mientras dos cuervos los observaban alejarse con un extraño interés.
Comentarios