Arma reforjada

 

Todo se había vuelto cenizas llevadas por el viento, ahora lo veía con claridad cristalina. Sus actos habían sido para nada, había seguido ciegamente a su Primarca a la traición de Horus esperando restablecer los ideales del Imperio, pero solo encontró corrupción y decadencia. Hierro por dentro, hierro por fuera. Era el lema de su Legión, pero ahora eran solo óxido y metal podrido por dentro, amargados como su padre por lo que pudo ser y que jamás será, culpando de sus errores y fracasos de su historia a otros. Arteus se rio de forma socarrona y negó con la cabeza, pues él mismo era un traidor para los propios traidores. Había rechazado el abrazo de la Disformidad tras la Herejía de Horus, abandonado su Legión y pintado de negro su armadura, convirtiéndose en un Escudo Negro, un errante en busca de expiación y de un nuevo propósito. Miró, a aquellos que le rodeaban, al igual que él, pertenecían a Legiones o Capítulos arrastrados a la traición y la vergüenza, por aquellos que debían guiarlos. Todos guerreros veteranos de mil guerras, sus nombres en vez de ser alabados por el Imperio de la Humanidad, habían sido olvidados como simples traidores, pesé a ello, siempre había un camino a la redención y la venganza.


Sus guerreros enfundados en servo-armaduras negras como la noche esperaban en silencio, Arteus alzó su mano derecha y cerró el puño, para luego moverlo hacia delante, dando la orden de atacar en silencio total. Unas tres veintenas de Astartes salieron de la oscuridad del bosque, iluminando la noche con el fuego redentor de sus bólters, asesinando sin piedad a aquellos traidores acampados de forma descuidada. Decenas de cultistas murieron bajo las cruentas salvas de fuego de bólter, atrayendo a sus terribles señores, los Guerreros de Hierro. Legionarios de armadura metálica salieron de las tiendas de campaña y búnkeres improvisados a su encuentro, aullando enloquecidos el Credo de Hierro y el nombre de Perturabo. La llama del odio ardió en el hastiado corazón de Arteus, al ver a sus antiguos hermanos de batalla convertidos en aquellas parodias de los orgullosos guerreros que fueron una vez. Sabía que eran demasiados enemigos para vencerlos con las tropas que disponía, apretando los dientes, ordenó retirarse sin dejar de disparar su bólter y deseando quedarse, solo para morir de forma heroica y conseguir la redención en la muerte, pero aquello era un simple ataque relámpago destinado causar daños y desconcierto en aquella partida de guerra traidora. Sus guerreros retrocedieron a regañadientes, pues también buscaban la expiación y la muerte a partes iguales, cada paso que retrocedían lo hacían matando, disparando contra la muchedumbre de cultistas encabezados por los Astartes Traidores, que los usaban como carne de cañón bajo el pretexto de servir a un poder mayor y oscuro.


Habían jugado al gato y al ratón durante casi doce horas, tendiendo trampas y esquivando los intentos de captura de los Guerreros de Hierro. Para otros, tal vez no habría sido tan fácil escapar de aquella condenada Legión Traidora, pero Arteus conocía demasiado bien la forma de luchar, pensar y actuar de sus antiguos hermanos. Sus guerreros permanecían en silencio, ocupándose de sus heridas y los daños del combate en sus servo-armaduras en aquel claro del bosque, dónde habían empezado a construir parapetos y zanjas para una última resistencia. Arteus sintió una punzada de pena, estaban unidos por el deseo de redención y venganza contra los traidores, pero eso no era suficiente para fomentar un sentimiento de hermandad entre ellos. Todos sentían remordimientos por sus actos de traición pasada y solo buscaban la absolución en batalla, eran hombres muertos que solo esperaban la hora de que se ejecutará su sentencia. Una figura enorme salió del bosque y todos los Astartes se levantaron al unísono, apuntado con sus armas al recién llegado, que observaron con asombro. Era más alto y ancho que un Astartes normal, era un Primaris, revestido de una armadura gris sin pintar y tampoco llevaba símbolos de Capítulo al que pertenecía, el águila imperial dorada brillaba en el pectoral y en su cintura colgaba una espada de artesanía antigua, en su empuñadura era visible la cabeza del lobo y la luna entre sus fauces. Su severo rostro estaba curtido como el cuero por la guerra, sus ojos azules estaban cargados por el peso de la edad y su pelo cortado a cepillo era blanco como la nieve, todo su ser irradiaba un aura de mando y poder como no había sido vista desde la Gran Cruzada y la Herejía de Horus. Arteus palideció al reconocer aquel rostro y no pudo evitar temblar de puro miedo, era Garviel Loken, el azote de los Traidores, agente del Sigilita, único superviviente de la purga de Istvaan III, el terrible Cerberus y el último Lobo Lunar de la galaxia. Los Escudos Negros bajaron sus armas y se arrodillaron, sabiendo que la muerte andante había llegado para juzgarlos y tal vez darles el castigo por sus pecados, que por tanto tiempo se había postergado. Arteus se negó a arrodillarse y permaneció en pie, usando toda su fuerza de voluntad por no perder lo poco de amor propio y honor guerrero que quedaba en su hastiada alma.


-Te conozco, Arteus Garlin -las palabras de Loken sonaron igual que una acusación, golpeando a Arteus igual que un puñetazo. -Un traidor de la Herejía, que tras la derrota lleva diez milenios buscando expiar sus pecados y son muchos -avanzó con paso tranquilo entre los Astartes, como si no le importará que le superarán sesenta a uno. -¿Has derramado suficiente sangre traidora cómo para expiar todos tus pecados?


-Nunca es suficiente para perdonar las atrocidades y matanzas de hace diez milenios -Arteus respondió con pesar y negando con la cabeza, sabiendo que tal vez se enfrentaba a sus últimos momentos, pero lo haría como un verdadero Guerrero de Hierro de la Gran Cruzada. -Aunque jamás sea perdonado, seguiré luchando contra aquellos que me mintieron y me llevaron a traicionar al Imperio, al Emperador y a la Humanidad.


-Buenas palabras y determinación -Loken sonrió levemente y estudió a cada guerrero presente, como si pudiera ver en su interior, tan claramente como si fueran transparentes. -Bien, buscadores de muerte y redención, queréis una oportunidad y yo puedo ofrecerla, pero conlleva un camino aún más duro y sombrío. ¿Estáis listos para ser reforjados para un nuevo propósito? ¿O seguiréis siendo mercenarios errantes sin destino y sin futuro?


-Estamos listos -Arteus no necesito preguntarles a sus guerreros, era lo que todos buscaban y deseaban, una oportunidad de redimirse totalmente a los ojos del Imperio y demostrar su lealtad de forma definitiva. -¿Qué debemos hacer?


-Matar hasta el último traidor -una sonrisa siniestra apareció en el rostro de Loken y desenfundó la espada, que perteneció a su último hermano leal, Iacton Qruze. -Ahora pertenecéis al Sigilita, ya no sois Escudos Negros, habéis sido elegidos para ser sus agentes y manos ejecutoras en misiones que nadie más puede hacer. Prepararos, los Pedidos y Condenados ya vienen a reclamar venganza por humillarlos. 


Los pesados pasos de los Guerreros de Hierro y los descuidados pisotones de su chusma cultista anunciaban su llegada, los Escudos Negros habían llenado el claro de trampas, habían creado con rapidez una pequeña trinchera circular con tierra excavada y rocas amontonadas, sus armas apuntaban a la linde de oscuros árboles pelados, que se alzaban al cielo como dedos acusadores. Centenares de desarrapados cultistas vestidos con uniformes remendados y piezas de armaduras saqueadas se lanzaron a la carga, espoleados por los látigos de sus maestros y el miedo al castigo por desobedecer. El suelo se hundió en muchas partes del claro, haciendo caer a los cultistas en hoyos llenos de estacas, las detonaciones de granadas de fragmentación y plasma enterradas como si fueran minas, arrojaban tierra y cuerpos destrozados en todas direcciones, la cacofonía de gritos y el retumbar de las explosiones resonó como un lamento fúnebre. Arteus y Loken se miraron en silencio, sabían que aquello solo era la primera oleada, destinada a limpiar la zona con chuspa prescindible antes del verdadero ataque. Enormes figuras acorazadas surgieron de entre los árboles del bosque, enfundadas en el hierro deslucido, negro y bronce bruñido, los Guerreros de Hierro se preparaban para atacar y acabar con aquellos Astartes sin afiliación, que les habían atacado durante las últimas semanas. Un enorme Exterminador se alzaba entre el resto, portaba un enorme martillo de guerra de energía y un Bólter de asalto, la parte frontal de su casco era un rostro rugiente con largos colmillos retorcidos, era el Herrero de Guerra de aquella hueste, alzó su martillo de guerra señalándolos y alzó su voz pétrea sobre el ruido de la matanza.


-Rendíos y tendréis una muerte rápida -gruñó el Herrero de Guerra, mirándolos con odio apenas disimulado bajo las lentes de casco rugiente. -Si plantas batalla, aquellos que sobrevivan desearán estar muertos, os lo prometo por las cenizas de Olympia.


-Mírate, eres una parodia de lo que una vez fuimos -respondió Arteus, alzándose del parapeto improvisado y sosteniendo la mirada al Herrero de Guerra. -No pensamos vivir con remordimientos y amargura por nuestros fallos, moriremos expiándolos con el bólter y la espada sierra en la mano. ¡Ven a morir, hierro oxidado!


-¡Que así sea, descastado! -respondió el Herrero de Guerra, alzando su martillo trueno y señalando el parapeto, dando la orden de ataque y desatando a sus Legionarios. -¡Muerte al Falso Emperador! ¡Hierro por dentro, hierro por fuera!


Los traidores rugieron su antiguo grito de guerra de su Legión y se lanzaron a la carga, pisando la tierra embarrada por la sangre y aplastando a los cuerpos de sus esclavos muertos, ansiosos de matar a aquellos que habían decido ser unos descastados, antes que ser traidores. Los disparos de bólter cruzaron el aire impactando en Leales y Caóticos por igual, Arteus rugía órdenes por el canal de voz, encauzando el fuego y la ira sobre las puntas de asalto más cercanas de Legionarios Traidores. Pese a las bajas, los Guerreros de Hierro siguieron avanzando inclementes, dejando atrás a sus muertos y heridos, para desatar su amarga ira contra las líneas enemigas. Una sombra gigante gris se movía a toda velocidad en el parapeto y las trincheras improvisadas, era un espectro gris entre las mareas de Guerreros de Hierro y los Escudos Negros, que dejaba a su paso un rastro de muerte y obligaba a los traidores a retroceder espantados. Ya no era Garviel Loken, era el espectro de Istvaan, el vengador de los hijos y hermanos traicionados, la bestia de su interior se había desatado y volvía a ser Cerberus. El Herrero de Guerra avanzó hacia las trincheras, escoltado por su escuadra de Exterminadores Elegidos, ignorando los disparos como si fuera simple lluvia y devolviendo el fuego con sus rugientes armas. Arteus salió a su encuentro, disparando su bólter a una mano y enarbolando su espada sierra hacia sus enemigos sin piedad. El Herrero de Guerra cogiendo su martillo trueno a dos manos atacó a su antiguo hermano de guerra, ahora reconvertido en un Escudo Negro. Las chispas salieron al chocar las hojas de sierra contra la energizada cabeza del martillo, cada golpe hacía retumbar el cuerpo de Arteus y sentía que la espada saldría volando de entre sus dedos en cualquier momento, por la colosal fuerza de su enemigo. Alrededor de ellos los Exterminadores luchaban contra los veteranos de los Escudos Negros, en una encarnizada guerra cuerpo a cuerpo. Lanzando una risotada amarga, el señor de los Guerreros de Hierro hizo girar su martillo a toda velocidad, golpeando el brazo derecho con brutalidad con el mango, desarmando a su enemigo y luego golpeando con la cabeza energizada el peto. Arteus escuchó más que vio como su pectoral se rompía y uno de sus corazones reventaba, un instante después fue arrojado por los aires y cayó al suelo como una marioneta a la que le cortan los hilos, jadeando esperó el golpe final que no llegó. La cabeza del martillo trueno fue detenida por la espada de energía de Loken, antes que cayera sobre el indefenso Escudo Negro y obligó a retroceder hacia atrás al Herrero de Guerra. Ambos miraron con odio intestino y empezaron a intercambiar golpes, regueros de chispas y arcos eléctricos saltaban al chocar las armas, mientras su alrededor se desarrollaban escenas de combate cuerpo a cuerpo entre los Guerreros de Hierro y los Escudos Negros. Cada segundo que pasaba el Herrero de Guerra parecía crecer, al ser imbuido por el poder en bruto de la Disformidad y empezar a mutar por la mano de los Dioses Oscuros del Caos. Pese a la determinación y la rabia, Loken se vio obligado a ponerse a la defensiva, ante su deforme enemigo, que se estaba convirtiendo en un Príncipe Demonio y se encumbraba sobre él, igual que un hombre sobre un niño. El Herrero de Guerra se rio cruelmente, sabiendo que iba a ascender a la demonicidad y conseguir la inmortalidad por matar al azote de los traidores, alzó su arma para aplastar a Loken y destrozarlo hasta que fuera solo pulpa sangrienta sobre el embarrado suelo. Pero en ese instante trastabilló al sentir una punzada de dolor, al bajar la vista vio al malherido Arteus apuñalarlo en la corva de la pierna derecha con un cuchillo de combate, furioso el Herrero de Guerra descargó su martillo sobre la cabeza del Escudo Negro, reventando su casco y empotrándolo contra en suelo embarrado. Loken aprovechó aquella oportunidad dada por Arteus y lanzó una rápida estocada que atravesó el casco del Herrero de Guerra y se clavó en su podrido cerebro, quemando la cabeza de su enemigo con la energía de la artesanal hoja y la retorció sin piedad para asegurarse de matar definitivamente a su enemigo. El monstruoso cuerpo acorazado del señor de los Guerreros de Hierro se convulsionó y cayó al suelo, derrumbándose igual que su castillo de cartas, Loken sacó el arma y la alzó hacia el oscuro cielo nocturno, mientras de sus labios salió un penetrante grito de victoria.


Los Guerreros de Hierro se habían retirado, aquella muchedumbre había retrocedido igual que las mareas oceánicas . Loken observó el claro del bosque, donde los cuervos se estaban dando un banquete con los muertos y se escuchaba el agónico lamento de los muertos mezclarse con los disparos de bólter de los supervivientes Escudos Negros, al rematar a sus enemigos caídos. Se arrodilló ante Arteus, aún seguía vivo, pero en unas condiciones tan lamentables que en cualquier momento su cuerpo sobrehumano podría fallar, únicamente había dos caminos para salvarle, encerrarlo en el interior de un Dreadnought o que cruzará el Rubicón y se transformará en un Primaris. Sin dudarlo, Loken contactó con su nave en órbita y activó su baliza de teletransporte, mientras la media docena de Escudos Negros supervivientes se reunieron a su alrededor. Una luz azul los envolvió y los llevó al interior del Teleportorium del Crucero, la mirada del Sigilita. Sin perder tiempo, Loken cogió entre sus brazos a Arteus y lo llevó al Apotecarion de la nave, donde se había instalado un Rubicón Primaris y lo introdujo en su interior, sabiendo que en su estado solo habría un diez porciento de posibilidades que sobreviviera a la ascensión, pero era mejor que ser encerrado en una máquina para toda la eternidad.


El tiempo parecía alargarse hasta caso detenerse, decenas de servo-brazos le habían quitado pieza a pieza su vieja armadura, para luego abrir su cuerpo de arriba a abajo, implantando nuevos órganos e inyectándole nuevos componentes genéticos en su ya mejorado organismo. El agónico dolor recorrió el todo cuerpo, cuándo sus huesos se rompieron y volvieron a soldar, sus músculos se rajaron y cosieron incrementando su tamaño, las arrugas y el cansancio de los milenios retrocedió, sustituidos por una fuerza y vigor mayor que antes. Arteus se sintió como una barra de acero ardiente en el horno de la forja, siendo moldeado y limpiado de impurezas para un nuevo propósito, era un arma siendo reparada para volver a ser usada por su legítimo dueño. El Rubicón se volvió abrir y un titán desnudo salió de su interior, igual que un recién nacido del vientre de una madre y avanzó con paso tambaleante, hasta la figura acorazada que había ante él. Sin pensarlo, Arteus se arrodilló ante Garviel Loken, sintiendo el frío de la nave en su sensible piel desnuda y agachó la cabeza de forma reverencial, cuando sintió la hoja de la espada apoyarse en su hombro derecho.


-Arteus Garlin, Guerrero de Hierro y Escudo Negro -las palabras de Loken resonaron en el Apotecarion, mientras los Apotecios, servidores y los supervivientes Escudos Negros observaban la escena en silencio reverencial. -Has demostrado tu convicción de redención y tu lealtad a los ideales que forjaron el Imperio. ¿Juras fidelidad al Emperador, al Imperio, al Sigilita y a los Caballeros Errantes? ¿Juras mantenerte firme ante la oscuridad hasta el último aliento de vida?

-Juro fidelidad al Emperador, al Imperio, al Sigilita y a los Caballeros Errantes -respondió Arteus alzando la cabeza y mirándolo con una nueva determinación en sus ojos, nacida de aquella oportunidad de redención y de recuperar su honor. -Seré firme como la roca y duro como el acero, la oscuridad no me doblegará y lucharé hasta la muerte.


-Levántate, hermano -Loken guardó la espada y le ofreció su mano izquierda, la cual agarró con fuerza Arteus y se incorporó sonriendo. -Bienvenido a los Caballeros Errantes, somos los que libramos una guerra entre las sombras para proteger a la Humanidad y su última línea de defensa ante aquellos que la amenazan.


-Gracias, Loken -Arteus le devolvió una sonrisa genuina, que no había usado en milenios y sintió en su interior arder un fuego que pensó que se había extinguido mucho tiempo atrás. -Cumpliré mi deber y demostraré que tu confianza en mí es correspondida.


-Bien, eso me alegra por qué ya tenemos una nueva misión -Loken señaló a los servidores que esperaban pacientemente con las nuevas piezas de la servo-armadura gris, que avanzaron hacia Arteus para revestirlo de acero y ceramita. -El deber no acaba, ni siquiera con la muerte. Ahora que se interne el siguiente guerrero en el Rubicón.


Arteus vio como el siguiente de sus guerreros entraba en el Rubicón, para ser ascendido con las mejoras Primaris, aquello era una reforja no solo del cuerpo sino también del alma. Había sido afortunado, su tozudez a no dejarse engañar por los poderes de la Disformidad y no caer en la amargura como su antigua Legión, le había dado una oportunidad y un medio para su redención. Ya no era hierro, era acero reforjado para ser clavado en el corazón de los enemigos de la humanidad.

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