El destino del reforjado

 

El aleteo de las aves carroñeras lo despertó, alzándose entre un montón de cuerpos destrozados de Orruks. Su armadura dorada estaba abollada y empapada en sangre verde, su escudo estaba destrozado y su martillo tenía la cabeza llena de muescas. Se llevó sus manos a la cabeza, arrancándose su casco de Liberator de un fuerte tirón, dejando libre su largo pelo rubio y su bello rostro más acorde a un poeta que a un enorme guerrero, un largo suspiro salió de sus labios resecos, mientras colgaba su casco de su cadera y mira el campo de batalla. Los cuerpos acorazados de sus hermanos y hermanas Stormcasts estaban mezclados con los brutales cuerpos tintados de los Orruks Salvajes, los carroñeros ya se estaban dando un festín con los muertos y se dio cuenta de que era último guerrero en pie en aquel lugar. El cielo se oscureció con nubes de tormenta, sabía lo que iba a suceder y era todo un espectáculo, Sigmar iba a reclamar las almas de sus hermanos caídos, para reforjarlos y devolverlos a la batalla a cambio de perder un poco más de ellos mismos.  Los rayos cayeron de forma sincronizada, uno tras otro con precisión milimétrica, dejando solo carcasas fundidas de sus guerreros sagrados y el hedor a ozono en el ambiente.  En ese instante lo supo, que se había quedado solo y no tenía forma de volver, solo la muerte en combate podía llevarle con su dios. Aquel pensamiento le pareció extrañamente familiar, lo había escuchado en alguna parte de los labios de alguien importante para él, pero el reforjado le había hecho olvidar quién fue una vez. Negó con la cabeza y asiendo su martillo se puso en marcha, sabía que los Orruks de otros clanes y tipos irían a aquel campo de batalla a saquear, si lo encontraban allí se tendría que enfrentar solo contra una horda de chusma ansiosa de sangre.

Llevaba días deambulando por el reino de Ghur, jugando al gato y el ratón con los Orruks, que se habían dado cuenta de que había un superviviente de la hueste Stormcast de Sigmar. Miró el fuego danzante de la hoguera, intentando juntar los fragmentos de recuerdos que brillaban en su mente como cristales de un espejo roto esparcidos por el suelo. Recuerdos de grandes fortalezas de seres parecidos a los Kharadron, donde luchaba contra demonios y pieles verdes, recordó montar una nave aérea asombrosa y cruzar un desierto de locura corrupta, matar a un dragón, perseguir a un vampiro que secuestró a su amada, matar a cientos de los sarnosos Skavens, incluso conocer al Dios Teclis antes de ascender a la divinidad y siempre enfrentarse a las hordas del Caos con una espada en la mano. Su mano derecha bajó por instinto buscando la empuñadura de una espada, que nunca estaba y sentía como si le hubieran arrancado una parte de él. El Liberator negó con la cabeza, aquellos recuerdos eran solos visiones fugaces de lo que una vez fue y no de lo que era ahora, se levantó y apagó el fuego, debía ponerse en marcha o sus perseguidores le alcanzarían con rapidez en aquella salvaje jungla, cada día que se mantenía con vida era una victoria y tiempo que retenía a los salvajes en sus ataques a las ciudades dedicadas a Sigmar en las tierras de Ghur.

Apartó con su mano acorazada los molestos mosquitos que revoloteaban alrededor de su cabeza, tan grandes como su pulgar y ansiosos de beber sangre. Ahora recordaba por qué odiaba aquel reino, Ghur era un sitio lleno de bestias desproporcionadas y salvajes, hasta las propias plantas eran peligrosas y letales, no había ningún ser que no compitiera por hacerse un hueco en aquel reino salvaje. Se arrodilló y apartó el fango de suelo con los dedos de su guantelete, descubriendo las losas cuadradas milimétricamente colocadas y formando una calzada oculta por el barro y la jungla. Una extraña sensación le hizo seguir aquella calzada, como si algo lo atrajera a seguir aquel antiguo y olvidado camino de forma compulsiva. Pese a la lluvia intermitente, el barro y la flora salvaje, siguió avanzando, abriéndose paso desesperadamente, mientras escuchaba en la lejanía los tambores de guerra Orruks y los cuernos de las partidas se caza en su busca. Tras lo que parecía una eternidad, vio los enormes muros de piedras monolíticas cubiertos de enredaderas y vegetación, que rodeaban una ciudad de una edad más antigua que incluso los propios reinos mortales. Arrancó las enredaderas y algo de vegetación, viendo erosionados grabados de formas serpentinas y reptilianas, un nombre se abrió paso en su cabeza, Seraphons. Aquella enigmática raza de hombres lagartos construían sus ciudades templo en las junglas ocultas de cada reino, siguiendo sus propios y ocultos objetivos, que ni los mismos dioses conocían. Una extraña añoranza recorrió su mente al acariciar los húmedos muros, sintiendo haber estado en un lugar parecido con un compañero importante para él, pero que no lograba vislumbrar por el poder del reforjado de Sigmar. 

"Ven a mí, unámonos otra vez."

Aquel susurro en el fondo de su mente le hizo estremecerse, miró perplejo hacia la enorme ciudad, sabiendo que algo o alguien le había conducido a aquel sitio olvidado por el tiempo. Los gruñidos de los Orruks se incrementaron a su espalda, estaban demasiado cerca y solo podía hacer una cosa, internarse en aquella ciudad abandonada. Sin mirar a atrás el Liberator cruzó el derrumbado arco de la puerta de entrada, los zigurats de distintos tamaños se alzaban entre casas en ruinas y templos a unos dioses desconocidos, sus botas crujían antes los huesos de seres reptilianos y de esqueletos equipados con armaduras oxidadas con las marcas de los Cuatro Dioses del Caos.  Enormes árboles crecían envolviéndolo todo con sus raíces y creando sombras grotescas con sus ramas llenas de hojas afiladas, una sensación de estar siendo observado constantemente y de opresión llenaba aquella ciudad en ruinas. El llamado se hacía más y más fuerte en su cabeza, resonando con una voz idéntica a la del Liberator a cada paso que daba por aquella avenida hacia el zigurat central.  

Los gruñidos de los Orruks salvajes se mezcló con los tambores de piel, sus pesados pasos resonaban en la ciudad de forma dura y amenazadora. Maldiciendo, el Liberator se preparó para echar a correr, mientras descolgaba su martillo de guerra de su cadera cuando un enorme rugido hizo enmudecer y detenerse a los Orruks. Una enorme figura se alzó del zigurat central, era un colosal dragón de dos cabezas, sus escamas eran un azul multicolor cambiante y estigmas de mutación eran visibles en su cuerpo. La bestia desplegó sus enormes alas coriáceas, donde eran visibles en cada una tatuada la vibrante marca de Tzeentch arder con luz propia. Los Orruks se postraron en masa, cantando alabanzas brutales y rezos toscos al deforme dragón, mientras el monstruo alzó el vuelo desde lo alto de titánico zigurat. Las sombras de la bestia cubría la ciudad y volvió a rugir, para lanzar una oleada de fuego disforme con ambas cabezas sobre los suplicantes Orruks, quemándolos vivos a la vez que soltaba una terrible risa cruel que se mezcló con los gritos de agonía. El Liberator no miró atrás, solo siguió corriendo hasta llegar al inicio de las escaleras del zigurat, espoleado por aquella voz que le llamaba aún con más insistencia desde la aparición del dragón. 

"¡Sube! ¡Rápido! ¡Maldito seas, Jeager!"

Aquella forma en que llamó la voz al Liberator, le sonó familiar, demasiado para su gusto y sin saber por qué sentía que el mismo la había pronunciado un millar de veces antes. Las cabezas del dragón empezaron a darse un banquete con los Orruks quemados, cuándo un leve brillo dorado llamó su atención y alzó sus largos cuellos para seguir con sus crueles ojos rojos lo que había captado su atención, un guerrero de Sigmar y encima intentando llegar al lugar donde guardaba sus tesoros. El rugido de furia de ambas cabezas reverbero en toda la ciudad, haciendo temblar a los árboles y caer rocas de las estructuras en ruinas, a la vez que la bestia del Caos se lanzó a la carga en dirección al zigurat. Una mueca de horror apareció en el rostro del Liberator y empezó desesperado a subir los interminables escalones de tres en tres, sabiendo que cada segundo que pasaba estaba más cerca de una muerte terrible. El dragón llegó ante el zigurat y empezó a trepar ansioso, sus bocas babeaban arrojando saliva ácida que hacía sisear la piedra al derretirla y grandes surcos de las garras tan afiliadas como dagas mostraban la cantería interior de la estructura. Jadeando, el Liberator llegó a la parte superior del zigurat, el sudor empapaba su cuerpo y hacía que su armadura le pesará una tonelada, se volvió sobre sí mismo haciendo girar el martillo de guerra a toda velocidad sobre su cabeza con ambas manos, para luego arrojarlo como un meteoro contra el rostro de una de las dos cabezas del dragón. El martillo voló directo hacia su objetivo, estrellándose contra el rostro de la cabeza derecha del dragón, haciéndola escupir sangre y un par de dientes por el golpe, para luego soltar un rugido acompañado con una llamarada sincronizada contra aquel insolente humano. Al ver las llamas alzarse a toda velocidad contra él, desesperado, el Liberator se giró y saltó sobre el altar de sacrificios que estaba ante el templo, embistiendo las viejas puertas de latón del pequeño templo del zigurat. Las bruñidas puertas crujieron, abriéndose de par en par y haciéndolo trastabillar para caer en la cámara interior, cayendo de bruces contra una pila de oro y cachivaches recogidos por el dragón. Allí la vio, sobresaliendo entre la pila de oro, una empuñadura de una espada con el pomo en forma de la cabeza de un dragón rojo, llamándolo de forma desesperada en su cabeza. Sin pensarlo dos veces, el Liberator agarró la empuñadura y sacó el arma de su vaina atrapada entre el oro, dejando ver una larga hoja equilibrada y unas runas finamente grabadas en su hoja brillando con luz tenue. El rugido del dragón sacó de su ensimismado estado al Liberator y una oleada de fuego disforme llenó la habitación, por instinto alzó el arma y las runas de la hoja se iluminaron hasta brillar como un sol rojo, haciendolas retroceder y apartarse de su portador. Una sonrisa cruel apareció en el rostro del Liberator y se lanzó hacia delante a toda velocidad contra el sorprendido dragón, clavando la hoja en el ojo derecho de la cabeza de la izquierda y apoyando todo el peso de su acorazado cuerpo, atravesando el globo ocultar hasta llegar al cerebro y dejar que la energía mística de su espada recorriera el cuerpo de la bestia. Las dos cabezas aullaron ante el poder de aquella espada, que había sido creada para ser el azote de los dragones en un tiempo ya olvidado, sintiendo como su corrupta vida se apagaba como una vela. Su enorme cuerpo fue presa de convulsiones y su cola se agitó desesperada por la agonía, la bestia agitó sus cabezas y arrojó al Liberator contra la pared del fondo de la cámara interior del templete. Un gemido de dolor salió de los labios del guerrero, al estamparse contra la pared con brutalidad, pero aun así se negó a soltar el arma y se puso temblorosamente en pie, señalando a su enemigo con la punta del arma. La cabeza izquierda colgaba muerta de su lánguido cuerpo y la de la derecha aullaba aterrada, girándo su cuerpo para huir de aquel ser que consideraba insignificante, pero que le había herido casi de forma mortal. Una sonrisa apareció en el curtido rostro del Liberator y se impulsó usando la pequeña chispa de divinidad con la que había sido reforjado por Sigmar, saltando sobre el lomo de dragón en el momento en que esté alzaba el vuelo para escapar de aquella ciudad en ruinas. Espoleado por el arma, clavó la hoja entre los enormes omóplatos de la bestia que ya estaba en el aire, apoyando todo el peso de su acorazado cuerpo, atravesando la piel escamosa, músculos y tendones, hasta clavarse en el corazón.  El corrupto dragón dio un gemido que reverberó por toda la ciudad y cayó aplomo contra los edificios en ruinas con su enemigo encima, estrellándose contra un zigurat más pequeño y quedando sepultado por un mar de piedras.

Los guijarros y restos de piedra rodaron al alzarse entre los restos, ya no era un simple Liberator de las huestes Stormcast de Sigmar. Al recoger con la mirada el filo del arma, todos los fragmentos rotos de su mente y su alma se habían unido otra vez, recuperando conciencia de quién era en realidad, Félix Jeager. Blandió la hoja del arma semi consciente, aquella arma seguía tan equilibrada como la encontró en las ruinas de Karak-Ocho-Picos, en el mundo que ya no existía. Una pregunta se abrió en su mente al mirar la hoja y sus labios temblaron al pronunciarla.

-Si mi arma está en los reinos mortales…- Félix se emocionó al seguir aquel pensamiento y lanzar su pregunta al viento. -¿Entonces Gotrek, Ulrika, Max y los demás que conocía también están aquí?

"Así es... el matador y su arma están en los reinos, causando estragos y problemas como siempre. Tus compañeros mortales, seguramente sufrieron tu mismo destino, Jeager."

Las palabras del arma en su mente confirmaron sus esperanzas y miedos, debía encontrar al Matador y con él, liberar al resto de a sus amigos del yugo del reforjado de Sigmar. Un largo gemido salió de sus labios, sabiendo que su destino era meterse en problemas y aventuras por culpa directa de Gotrek. Suspirando se encogió de hombros y se puso en marcha en su búsqueda, sabía de cierto Dios de orejas picudas que le debía un favor de una vida anterior y ese sería un buen punto por dónde empezar su búsqueda.


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