Música maligna.

El pueblo de casas de adobe y madera parecía un lugar miserable, la peste ya le había golpeado propagándose sin piedad, ahora otra plaga amenazaba con destruirlo. Cientos de ratas corrían por sus calles, como si fueran ríos peludos, arrasando todo a su paso. Estaban por todas partes, observando desde la oscuridad con sus ojos rojos y chillando sobre montones de desechos de los sucios callejones. Habían sido atraídas por el hedor de los muertos, que se amontonaban para ser quemados en los mugrosos carros, que recorrían las calles recogiendo los caídos por la peste. Hameling era un sitio desdichado y condenado, muriéndose en lenta agonía, ahogándose por la peste y la plaga de ratas. La desesperación había llegado a tal punto, que el Burgomaestre del pueblo puso una recompensa de trescientas monedas de oro. Decenas de cazadores de alimañas y mercenarios lo intentaron, pero la horda de ratas parecía actuar con mente propia, guiada por una inteligencia maligna que superó y devoró a sus cazadores.

Una mañana un extraño llegó al pueblo, vestía ropas de cuero remendadas y una larga capa verde con la capucha puesta, las sombras ocultaban su pálido rostro. Sus ojos azules brillaban con luz propia, observando el estado del pueblo, sin dejar de sonreír gentilmente, sus manos jugueteaban con una flauta de plata que movía con maestría. Al llegar a la plaza central el flautista, se llevó su magistral instrumento a los labios y empezó a tocar, su suave canción empezó a esparcirse con rapidez. La gente que pasaba por el lugar se paró al escuchar la música, como si la multitud estuviera hechizada se arremolinó al rededor del flautista, embelesada por las hermosas notas que salían de la flauta de plata. El burgomaestre del pueblo se asomó al balcón de su casa, atraído por la música y observó sorprendido la plaza, ya que hasta las ratas de la plaza se habían detenido y escuchaban la canción. Una sonrisa apareció en su gordo rostro, cuándo un plan para echar a la plaga de ratas tomó forma en su retorcida mente. Con rapidez bajó a la plaza, sus guardias apartaron a la gente para hacerle paso y así poder llegar al flautista, que tocaba en el centro de la plaza. Al finalizar su canción, la gente aplaudió y lanzó una lluvia de monedas a los pies de flautista, que hizo una reverencia y empezó a recoger sus ganancias. 

-Bienvenido a Hameling, forastero -dijo el burgomaestre con voz suave, mientras una sonrisa apareció en su rechoncho rostro. -Soy el Burgomaestre Frederic Von Schol. ¿Quién sois? ¿Y qué os trae a mi pueblo?

-Gracias por la bienvenida, burgomaestre -el flautista guardó las últimas monedas e hizo una reverencia cortesana. -Me llaman Hans, soy un músico itinerante buscándose la vida.

-Entiendo, deseo contratar vuestros servicios, Maese Hans -Frederic avanzó hasta el tablero de anuncios, arrancó una de las hojas y con cuidado se lo ofreció. -He visto lo que hace vuestra música, quiero que nos libres de la plaga de ratas que nos está atormentando.

-¿Queréis contratarme, Burgomaestre? -Hans cogió el papel y lo miró, al ver la cantidad de trescientas monedas de oro que se ofrecía como recompensa, asintió asombrado. -Puedo... hacerlo...esta misma noche, pero deben atrancarse todas las puertas y ventanas, nadie debe salir de sus casas. ¿Ha quedado claro?

-Sí, en cuánto anochezca, nadie saldrá de sus casas -respondió complacido Frederic, sonriendo levemente y estrechando la mano a Hans. -Venid mañana a esta hora y os entregaré la recompensa, delante de todo el pueblo.

Hans asintió y tras despedirse del Burgomaestre, se fue a una de las tabernas de la plaza. Se sentó en una mesa cercana al fuego, con cuidado sacó una hoja de papel, un tintero y una pluma, preparándose para componer una canción que le diera control sobre las ratas. Su pluma se movía con rapidez sobre el papel, mientras comía un estofado de conejo y pensaba en que tonos necesitaba para su nueva canción. La noche había llegado antes de lo esperado, Hans salió de la taberna y escuchó el ruido de como las puertas eran atrancadas desde el interior de las casas. Podía sentir cientos de pares de ojos rojos, observando cada movimiento que hacía, al acecho para lanzarse sobre él. Hans sacó la flauta de plata de la funda que colgaba de su cinturón, respiró profundamente y empezó a tocar. Una extraña melodía salió de la flauta y se expandió por las oscuras calles, atraídas por las notas cargadas de magia, las ratas salieron de sus escondites, sin dejar de observar al flautista. Hans, concentrado en tocar la canción, salió de la plaza del pueblo con paso ligero, podía escuchar el correteo de miles de patitas sobre el empedrado, siguiéndole por las desiertas calles hasta salir de la ciudad. Avanzó por los caminos embarrados durante horas, sintiendo el sudor empapando su cuerpo por el esfuerzo, hasta llegar un pequeño acantilado, un enorme río que rugía en el fondo. Las notas se aceleraron marcando un ritmo frenético, implantando un impulso de arrojarse a las turbulentas aguas a la horda de ratas, como un solo ser se lanzaron por el acantilado, para sumergirse en el inclemente río y ser arrastradas en aquella rápida corriente. Hans paró de tocar y suspiró agotado, viendo como las ratas luchaban desesperadas, por no ahogarse sin éxito en las turbulentas y oscuras aguas del río.

El silencio llenaba las calles de Hameling, el pueblo parecía contener el aliento, cuándo las puertas y ventanas fueron desatrancadas, la gente salió a las calles temerosas y mirando en todas direcciones, sin encontrar mi un solo roedor a la vista. Los habitantes celebraban lleno de júbilo, la plaga de ratas había desaparecido y eran libres para hacer sus vidas, sin miedo a ser atacados por esas terribles alimañas. Hans entró en el pueblo, sentía el roce de las ropas acartonadas por el sudor y el barro, caminaba por las calles como una alma en pena por el agotamiento, aun así no se detuvo para llegar a la plaza central para cobrar su recompensa. La plaza estaba llena de gente, lanzaban miradas de miedo supersticioso y envidia por la recompensa que iba a recibir. El Burgomaestre Frederic Von Schol esperaba junto al tablón de anuncios, vestido con unos pantalones rojos, un chaquetón de pieles sobre la camisa con chaleco negro, su rostro estaba empolvado y su cabeza cubierta con una peluca blanca, sonrió divertido al ver llegar al cansado flautista.

-Buenos días, Burgomaestre -Hans hizo una reverencia con signos de agotamiento. -He vuelto de cumplir la tarea, que vos me encomendaste y desearía mi pago.

-Si habéis vuelto, maese Hans -el Burgomaestre Frederic Von Schol se cruzó de brazos, en ese momento varios de sus guardias disfrazados como campesinos, liberaron un par de ratas que corrieron hacia al centro de la plaza. -Pero por lo que veo no habéis cumplido con lo encomendado, no esperes ver ni una pizca de oro por este fracaso.

-Mi señor, de verdad me llevé todas las ratas -Hans frunció el ceño, mirando a las dos ratas que habían aparecido. -No es mi culpa, que dos de ellas hayan librado por ser sordas y no puedan escuchar mi música.

-¡Silencio maldito tramposo! -gritó Federic señalándole de forma acusadora, mientras guardias armados entraban en la plaza, rodeando a los dos hombres y apuntando sus picas al flautista. -Marcharse de este humilde pueblo y agradece que no te colgemos por brujería.

-¿Cómo te atreves tratarme así? -los ojos azules de Hans brillaron de ira, se giró para marcharse a la vez que lanzaba una terrible amenaza.-Temed malditos tramposos y rufianes, perderéis a lo que más amáis ante de que vuelva a amanecer.

Hans se marchó de plaza bajo una lluvia de burlas e insultos, mientras los pueblerinos le lanzaban tomates y piedras. El burgomaestre Frederic se rio ampliamente, satisfecho de que todo su plan hubiera salido a la perfección, mientras sus hombres mataban a las dos últimas ratas de Hameling. La noche cayó sobre el pueblo, el cielo nocturno se cubrió de oscuras nubes que ocultaron el firmamento, una sombra se movía de forma furtiva tocando una lúgubre canción. Las puertas y ventanas de todas las casas del pueblo se abrieron, al son de la música centenares de figuras avanzaban de forma renqueante. La sombra sonrió al ver a todos los niños del pueblo detrás de él, con tranquilidad absoluta salió de Hameling y se internó en el oscuro bosque de árboles retorcidos, llevándose consigo a todos los niños sonámbulos. Los gritos de aflicción y dolor llenaron todo el pueblo al amanecer, la gente recorría desesperada buscando a algún niño en todo el pueblo, sin tener éxito alguno. El burgomaestre Frederic estaba asomado al balcón de su casa, su rostro estaba pálido como el de un muerto y miraba nervioso en todas direcciones, sabía que lo sucedido era su culpa. El silencio envolvió todo el pueblo, cuándo Hans entró en él y paseó por las calles hasta la plaza central, sentía todas las miradas fijas en sus movimientos, pero no le importaba en absoluto, por qué la vida de los niños de ese pueblo estaban en su poder. Se paró en el centro de la plaza, cogió aire y su voz retumbó con fuerza por todo Hameling.

-Os devolveré a vuestros hijos, pero debéis saldar la deuda que tenéis conmigo -las palabras de Hans sonaron duras e inmisericordes, parecía como si se estuviera juzgando a todo el pueblo. -¿Amáis más a vuestros hijos o vuestro oro?

-Te pagaremos, pero por favor devuélvenos a nuestros niños -suplico el Burgomaestre Frederic Von Schol, lanzando desde el balcón una bolsa llena de monedas a los pies del flautista. -Por favor ten piedad de los niños, Maese Hans.

-Volverán mañana por la mañana -Hans recogió la bolsa de monedas y salió de la plaza. -Y si me intentas engañar otra vez, todo Hameling sufrirá.

Con la amenaza aun flotando en el ambiente, Hans recorrió las calles y salió del pueblo, para internarse en el oscuro bosque. Al amanecer del día siguiente, una suave música acompañada de un centenar de pies descalzos llenaron las calles, cuándo Hans cumplió lo prometido devolviendo a los niños de Hameling. Los padres salieron a las calles, abrazando a sus hijos de forma desesperada, temiendo volver a perderlos. En la plaza central, vestido con sus lujosas ropas y rodeado de guardias, el burgomaestre Frederic observó con miedo el regreso del flautista. Hans se paró en plaza, dejó de tocar su flauta y sostuvo la mirada al burgomaestre, guardias sujetaban sus alabardas preparadas para atacar.

-Os he devuelto a vuestros niños -la voz de Hans sonó con suavidad, una sonrisa feroz apareció su rostro. -Y aun así tienes el descaro de intentar engañarme otra vez, burgomaestre.

-Te pagué lo acordado… -Frederic respondió pálido, sin dejar de temblar de terror. -Te di trescientas monedas, me aseguré yo mismo de que no faltará ni una.

-Trescientas monedas de plata no valen lo mismo, que esa cantidad en monedas de oro -Hans arrojó la bolsa a los pies de los guardias, la bolsa al chocar con el suelo se abrió dejando ver cientos de brillantes monedas de plata. - Lo que suceda ahora será culpa tuya y de nadie más.

-¡Maldita sea tu música! -gritó Frederic llenó de furia, mientras señalaba a Hans. -¡Guardias matad a ese brujo de una vez!.

Una docena guardias se lanzaron a la carga, enarbolando sus picas contra aquel que osaba desafiar a Hameling. Hans se llevó la flauta a los labios y empezó a tocar, la música se extendió por toda la ciudad y resonó por todas la calles, el aire vibró con el poder de la canción. Las picas cayeron al suelo, mientras los guardias se convulsionaban a la vez que la música cambiaba sus carnes, sus pies y manos se transformaron en pezuñas, sus cuerpos empezaron a engordar y encogerse, sus gritos de dolor se transformaron en gruñidos animales. Las armaduras y ropas cayeron al suelo, dejando ver la nueva forma de los guardias, una piara de cerdos que miraban confusos en todas direcciones. Hans asintió satisfecho, aceleró el ritmo de la canción y los gritos llenaron toda la ciudad en segundos, todo hombre, mujer y niño estaban transformándose de forma dolorosa en simples gorrinos a toda velocidad. Al terminar la canción, Hans se guardó la flauta y sonrió al pequeño cerdo que era ahora el burgomaestre, que chillaba desesperado sobre un montón de ropa lujosa.

-Tal vez los próximos habitantes de Hameling sean más inteligentes -Hans se giró saliendo de la plaza, esquivando a los cerdos que gruñían y chillaban. -Veremos cuántos de vosotros sobrevivís al llegar la noche.

Hans se marchó de la ciudad, cruzándose por el camino de las afueras con viajeros y comerciantes que iban al pueblo, indicando a todos que había cerdos sueltos por el pueblo vacío, listos para ser devorados. Una sonrisa apareció en sus labios, cuando el olor a cerdo asado le llegó desde Hameling, mientras observaba desde el linde del bosque de árboles retorcidos, donde se encontraba acampado sentado junto a un fuego.

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