El santuario de la lámpara

Una enorme y majestuosa cabeza de tigre esculpida en un saliente rocoso sobresalía imponente entre las dunas de arena del desierto, sus fauces abiertas de par en par mostraban un pasaje escalonado que se perdía en una profunda oscuridad. El anciano envuelto en andrajosas ropas de color arena tembló de emoción, al observar con sus pequeños ojos azules la rugiente cabeza de piedra, sabiendo lo que ocultaba en sus profundidades. Podía sentir el poder de aquel objeto, irradiando como la luz de un faro, llamando a los poderosos y a los idiotas para conseguir cumplir todos sus anhelos. Se colocó el oscuro turbante y se acarició la larga barba blanca de forma pensativa con su sarmentosa mano derecha, mientras su mirada se desvió hacia el joven muchacho que había sacado de las mazmorras del palacio real de Agrabah, para que se internara en el interior de la cabeza de piedra. El joven tenía la piel totalmente bronceada, estaba extremadamente delgado por el hambre y la pobreza, vestía unos pantalones totalmente remendados y un chaleco púrpura desteñido, su desgreñado pelo negro ocultaba parte de su rostro y sus oscuros ojos miraban en todas direcciones, mientras lo seguía un pequeño mono de pelaje rojizo.

-Este es el lugar, muchacho -dijo el anciano con suavidad, señalando con su vara de madera nudosa la boca del tigre de piedra. -Debes traerme la lámpara que se encuentra en su interior, luego podrás quedarte todo lo que hay y recuerda, no debes tocar nada hasta que me traigas lo que quiero.

-No soy un muchacho, anciano -respondió enfadado el joven, ante la insistencia del anciano que lo había liberado de la prisión. -Me llamo Aladdín y encontraré el objeto que buscas, pero si me engañas te lo haré pagar con creces.

-No hay ningún engaño -asintió el anciano asintiendo con la cabeza y sonriendo, mostrando los pocos dientes que le quedaban en la boca. -Ahora ve a cambiarnos la vida, Aladdín. Entra en la morada del tigre y tráeme la lámpara.

Sin responder al anciano, Aladdín se colgó del hombro un rollo de cuerda y cogió una antorcha para internarse en las fauces de la bestia de piedra. Avanzó hasta entrar en la boca del tigre, sintiendo su mirada esculpida en piedra perseguirle, por un momento temió que las mandíbulas se cerraran de golpe y lo aplastarán, pero tras un par de minutos sus miedos desaparecieron. Su pequeño compañero avanzaba detrás de él farfullando asustado, mientras empezaron a descender por las escaleras a la abrumadora oscuridad. Aladdín observó las paredes de aquella gruta, el asombró lo embargo al ver vetas de oro y plata destacando en la roca, al ser iluminadas por su antorcha. Siguió descendiendo por aquella interminable escalera, lo que le pareció horas y horas hasta llegar al final de ellas. Aladdín vio un pebetero brillar por la luz de su antorcha y la acercó para encender la vieja madera podrida de su interior, una llamarada se alzó del pebetero y por arte de magia un centenar de llamas se alzaron en la oscuridad, iluminando la enorme caverna.  

La visión del lugar sobrecogió al joven Aladdín, cuándo la luz de los pebeteros iluminaron de golpe el lugar, mostrándolo en todo su esplendor. Se encontraba en una enorme gruta esculpida en la piedra por la lava, las paredes brillaban como el cristal y el techo se alzaba hasta perderse en la oscuridad, en el centro de aquel paraje había una avenida de bellas estatuas de mármol blanco perfectamente esculpidas, que parecían mirarlo desde sus pedestales. Detrás de las estatuas brillaban montañas de monedas de oro, lingotes de plata y arcones abiertos llenos de joyas, mesas de maderas exóticas sobre las que había finas cuberterías dignas del más rico sultán, pequeñas nubes de polvo ascendieron al avanzar por la avenida sobre las bellas y antiguas alfombras de lino y seda. Aladdín podía escuchar los aullidos de emoción de su pequeña mascota, pese a ello siguió avanzando por aquella avenida con la sensación de estar siendo vigilado y con la tentación de llenarse los bolsillos, pero sabía que ya tendría tiempo para llevarse lo que quisiera, cuando cumpliera su misión sería rico. Al final de la avenida, en el extremo más profundo y alejado de las escaleras, había un altar de roca basáltica con gemas incrustadas, sobre el cual descansaba una pequeña lámpara de latón con unas extrañas inscripciones grabadas.

Aladdín sonrió al ver su objetivo y avanzo cautelosamente hacia ella, mientras su pequeño mono se paró y observó un enorme rubí rojo, que tenía forma de enorme gorila. Justo cuándo Aladdín recogía la lámpara de aquel altar y se la guardaba en uno de sus bolsillos ocultos, el pequeño mono toco el rubí que brillo malignamente como si fuera un sol y todo el lugar tembló un momento. Enormes grietas aparecieron en las paredes, dejando ver luz rojiza magmática a través de ellas y empezó caer hilos de polvo del techo, mientras una voz sobrenatural resonó en toda la enorme caverna.

-¡Necio egoísta! -rugió la sobrenatural voz. -Tu ambición será tu perdición, esta cueva de los tesoros será tu tumba, como lo fue de todos aquellos que no son dignos de la lámpara.

-¿Qué has hecho? -dijo aterrado Aladdín mirando a su pequeña mascota, justo cuándo la voz terminó de hablar y los temblores aumentaron. -¡Rápido salgamos de aquí!

Aladdín hecho a correr, mientras detrás de él empezaba a filtrarse regueros de lava por las grietas, que se hacían cada vez más y más grandes. El calor ascendía según se iba derramando más lava en el interior de la gruta, que no dejaba de temblar con violencia desmedida, arrojando estalactitas desde el oscuro cielo como si fueran lanzas divinas. El chico y su mascota corrían desesperados por la avenida, mientras las monedas y lingotes se derretían por el calor formando ríos hirvientes de metal, las mesas y alfombras ardieron, al contacto con el metal y la lava, mientras las estatuas empezaron a cobrar vida y saltar de sus pedestales, para detener a los intrusos en su frenética huida. Aladdín gritó aterrado y empezó a esquivar desesperado las manos de mármol que intentaban capturarlo, para detenerle en aquella trampa mortal. 

Un enorme crujido retumbó por la enorme caverna, cuando la pared llena de grietas del fondo cedió, víctima de la presión de la lava que se filtraba, dejando salir una enorme ola de fuego volcánico. Aladdín palideció y siguió corriendo, esquivando desesperado a las estatuas para finalmente llegar ante los escalones de subida de la escalera. Su mono chillaba a su lado, mientras ascendían a toda velocidad en la oscuridad, que era iluminada por la lava que ascendía detrás de ellos sin tregua, obligándolos a subir sin descanso ninguno. Aladdín estaba empapado en sudor y tenía quemaduras por toda su piel, su pequeño amigo no estaba mejor, mechones de pelo habían ardido y corría enloquecido con la mirada desorbitada en pos de la salida de aquella muerte segura. 

La oscuridad de delante de ellos, fue rota por el hilo de luz que infiltraba por la boca de la entrada a la gruta, Aladdín sonrió al saber que estaba a punto de poder salvarse y salir de aquel ardiente infierno volcánico, cuando los pocos escalones que le separaban de la salida se desmoronaron y hundieron, creando un oscuro vació hacia las entrañas ardientes de la tierra. Miró hacia atrás, calculando el avance de la lava y con la cuerda que tenía la ató a la cintura de su pequeña mascota.

-Vamos pequeño, encuentra un paso para que podamos escapar -susurró Aladdín a su pequeño mono, acariciándolo de forma tranquilizadora y señalando los salientes rocosos del abismo. -Si lo haces te daré algo rico cuándo salgamos de aquí.

El pequeño simio pareció entender a su amo y atado fue saltando de saliente rocoso en saliente por las paredes de aquel abismo que los separaba de la salida, mientras la lava seguía ascendiendo y obligando a Aladdín a acercarse más al borde de aquel precipicio sin fondo. El pequeño mono se posó en los escalones de la boca del tigre y se desató con rapidez, como le había enseñado su amo para entrar a robar en las altas agujas de la ciudad y ató la cuerda a un saliente. Aladdín se ató la cuerda a la cintura y saltó al vacío, rezando por qué aguantará su peso aquel saliente al que estaba atado, justo en el momento dónde la lava arrasaba el último escalón y se empezó a derramar al oscuro abismo. Usando las pocas fuerzas que le quedaban, empezó a trepar por aquella pared escarpada en pos de la salida, mientras detrás de él sentía el calor de la hirviente cascada de lava que caía sin cesar y escuchaba los chillidos que daba su pequeño amigo desde arriba. Agotado, quemado y deshidratado por el calor se arrastró por los escalones que quedaban, aun con la cuerda atada a su cintura, siguió avanzando hasta llegar a la lengua de piedra de la cabeza del tigre y vio como el anciano se acercaba cojeando hasta la entrada.

-¿Tienes la lámpara, Aladdín? -preguntó con voz ansiosa el anciano, mientras se acercaba a las fauces del tigre de piedra. -Vamos dámela de una vez, chico.

-Ayúdame…no puedo moverme…-susurró Aladdín con la voz reseca y los labios cortados por el calor, tirado sobre la lengua del tigre de piedra por el agotamiento. -Ayúdame... y te la daré...la tengo aquí…

-Arrojámela y te ayudaré a salir de la cueva -contestó el anciano mirando hacia el cielo nervioso, al ver como la noche se marchaba y el día empezaba a despuntar. -Rápido no queda tiempo. ¡Dámela!

-¡No! -soltó Aladdín con un grito de ira, mirando desafiante al anciano. -Sácame de aquí o la arrojaré al abismo que hay detrás de mí y arderá en la lava del fondo.

Antes que el anciano pudiera responder, amaneció y la cabeza del tigre rugió, arrojando a Aladdín y su mascota al ardiente mar de lava quemandoles vivos, para luego cerrar sus fauces hundiéndose en las arenas del desierto otra vez más sin dejar rastro de ella. El anciano soltó una maldición y arrojó el turbante al suelo, para luego patearlo con rabia, mientras su forma rielaba y cambiaba a su verdadero aspecto. Ya no quedaba nada del anciano, ahora había un hombre alto, de piel oscura y barba negra perfectamente cuidada, vestido con una larga túnica negra y roja, su cabeza llevaba un lujoso turbante coronado por una gema y sus fuertes manos sujetaban una larga vara de oro que acababa en una cabeza de cobra. Él era Jafar, uno de los más poderosos hechiceros de oriente y visir real de la corte de la ciudad de Agrabah, tal vez hoy había perdido la lámpara de los deseos, pero habría otras oportunidades y otras ratas de las calles que sacrificar hasta conseguirla. Se río cruelmente, mientras se alejaba del lugar para volver a su cómoda vida en el palacio real, saboreando la expresión de horror y miedo de la muerte del rostro de esa rata de Aladdín, sabiendo que el santuario de lámpara volvería aparecer tarde o temprano.

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