El abrazo de la Sedienta


Todos los Drukharis pensaban en los diferentes destinos de dolor y muerte, que les acechaban por sus fallos reales o inventados por sus adversarios y en cómo evitarlos a toda costa. Las torturas a manos de los arrogantes y paranoicos Arcontes en sus altas torres, ser arrojados a las arenas de gladiadores para ser despedazados, por bestias o por las temibles y sensuales Súcubos, acabar en los laboratorios de carne de los dementes Hemúnculos. Hardik se rio amargamente, aquellos destinos eran muertes cortas y rápidas, comparadas con el peor de los castigos, ser lanzado al nivel del suelo de Cammorragh. Aquel nivel de la ciudad siniestra era dónde las Mandrágoras cazaban entre las sombras de las ciclópeas agujas, bestias escapadas de las arenas de gladiadores merodeaban en busca de algo que devorar, desfiguradas y retorcidas figuras se arrastraban por las callejuelas, tras ser descartadas como fallos de los laboratorios de los Hemúnculos. Los más terribles de sus habitantes eran los Resecos, Drukharis exiliados y marginados en aquel nivel sin recursos, privados de estímulos con los que mantener a raya a la Sedienta, convirtiéndose en cascarones ajados y vacíos, consumidos por un hambre eterna. Alimentándose con un poco de suerte de los despojos caídos de las batallas de los niveles superiores, buscando desesperados recuperar su esplendor y fuerzas perdidas. Él mismo ya empezaba a sentir como su cuerpo se marchitaba a poco a poco, cada día perdía un fragmento de su fuerza, personalidad y alma ante la voraz hambre de Slaanesh. Sabía que solo era cuestión de tiempo, acabaría como todos los demás Drukharis de ese abandonado y condenado nivel. 

Hardik avanzó arrastrando los pies por aquella callejuela, su armadura de cabalista estaba sucia y abollada, sujetaba un cuchillo que ya tenía el filo embotado, de tanto usarlo para asesinar bestias menores para sobrevivir. Los aullidos espectrales de las Mandrágoras le hicieron temblar de miedo, había empezado una de sus terribles cacerías y no eran seguras las sombrías calles, en las que apenas llegaba la luz de los soles prisioneros. Debía esconderse o sería llevado a la dimensión de las sombras de aquellos híbridos de Drukhari y Demonio disforme, se acercó a una de las abandonadas viviendas y desesperado tecleó en los botones del panel de seguridad de la puerta. Pitido tras pitido de error, fue la desesperante respuesta que recibió sin parar, hasta que finalmente, tras tres docenas de intentos, la compuerta estanca se abrió con un siseo. Hardik se arrojó dentro del abandonado hogar, mientras la puerta se cerró con chirrido de metal oxidado y quedando en la oscuridad total. Al incorporarse, las luces se encendieron y parpadearon sin parar, por la falta de mantenimiento durante milenios. Aquel era uno de los hogares de los supervivientes de la Caída de los Aeldaris, el fuerte olor a rancio, moho y cerrado impregnaba el ambiente de aquel polvoriento habitáculo. Los muebles estaban rotos y derribados, muestras de un saqueo ya muy lejano en el tiempo eran aún visibles en por todo el hogar. Hardik revisó el primer cuarto, la cama destrozada era pequeña y juguetes rotos yacían tirados por el suelo, aquel sitio debía de ser cuarto de los niños y sabía que no encontraría nada útil entre esos restos. La siguiente habitación era un baño que apestaba a moho por la humedad, sus ojos se posaron en el cadáver momificado de la bañera y lo registró sin encontrar nada de valor. Al apartarse del cadáver, su rostro se reflejó en el espejo roto y lo que le mostró a Hardik le horrorizó. Su pelo se había vuelto totalmente blanco, el rostro que le devolvía una mirada vacía era chupado y cubierto por un mar de arrugas que veteaban su cara, su aspecto mostraba una ruina y decadencia que progresaba de forma desbocada. Furioso golpeó el espejo con su puño acorazado, terminándolo de romper y saliendo del baño para ir al último cuarto. Una enorme cama derrumbada sobresalía del centro de la habitación, como una isla en un mar de suciedad, el suelo estaba cubierto de restos de ropa, cajones sacados y destrozados con violencia de las cómodas del cuarto. Una pequeña brisa caliente se filtraba muy levemente en el cuarto y llamó la atención de Hardik, que se acercó a la pared más alejada de la puerta y fue golpeando su superficie con meticulosidad, hasta escuchar un golpe seco de un panel oculto.

-Aquí estás - susurró Hardik con malsana alegría, pues todos los viejos habitáculos Aeldaris de la época de la Caída tenían cuartos, bóvedas y accesos secretos. -Veamos que tenemos aquí…

Tocó el contorno del panel con cuidado y encontró una hendidura, coló los dedos en ella y empujó con todas las fuerzas que le quedaban en su destrozado cuerpo, encontrando un acceso escalonado que descendía a la oscuridad. Sonriendo con sus amarillentos dientes, Hardik empezó a descender por las escaleras, que estaban iluminadas por gemas de hueso espectral incrustadas en la pared y generaban un ambiente fantasmagórico. Las escaleras terminaban de forma abrupta en una enorme sala abovedada, en las paredes había escenas de excesos y lujuria plasmadas por el artista de una manera tan realista, que parecían estar vivas. Estatuas de Aeldaris antiguos y señoriales medio desnudos parecían observarlo con arrogancia desmedida, mientras Hardik se internaba en aquella enorme sala con cautela. Sabía lo que era aquel lugar, un santuario al exceso y el hedonismo desmedido que había hecho caer el imperio de su raza, modelando también a los Drukharis en sus retorcidos hábitos. Tragó saliva nerviosamente y avanzó hasta el altar, que estaba erigido ante una exquisita estatua de una Aeldari de formas extremadamente sensuales y desnuda, que lo miraba con unos ojos oscuros de ónice pulido. Los ojos de Hardik se posaron en las ofrendas que había sobre el altar, joyas espirituales, armas finamente labradas de hueso espectral, cráneos amarillentos y toda clase de chucherías que le ayudarían a pagar el peaje al siguiente nivel de la ciudad siniestra, dejando al fin aquel condenado infierno. Alargó su mano derecha libre para coger una espada entre las ofrendas, cuando notó como la estatua que tenía ante él empezaba a moverse y descender de su alto pedestal con un suave salto. Hardik retrocedió aterrado, alzando su cuchillo y apuntando con su arma a la estatua que avanzaba con un paso grácil y sensual a su encuentro.

-Mira lo que tenemos aquí -ronroneo la estatua, apartando la daga de Hardik con facilidad y pasó una esbelta mano acabada en dedos afilados por el peto abollado del Drukhari. -Un hijo hambriento de la ciudad siniestra, me alimentáis cada día, pero no me adoráis por miedo y este es el resultado de ello.

-¡La Sedienta! -gritó Hardik, paralizado de terror puro ante aquel Avatar de Slaanesh que tenía delante de él y qué lo miraba igual que gato a un ratón antes de devorarlo. -¿Qué más quieres de mí? - lo preguntó apretando los dientes, ante el chirrido de las garras de la estatua sobre el peto de su armadura. -Solo soy un despojo reseco, que se agarra a un hilo de vida, mi muerte no saciará tu hambre.

-Eso es cierto, sé lo que es estar famélica -la Avatar caminó a su alrededor con pasos danzarines, lanzando caricias afiladas contra la armadura devastada de Hardik. -Tu especie me otorgó conciencia, deberían haberme alimentado con su adoración y evolucionado bajo mis amorosos cuidados, pero en vez de eso… me rechazasteis y dejasteis morir de hambre -lo abrazó desde atrás y susurró de forma melosa en su oído. -Tienes tres opciones, mi niño. La primera es que te devoré ahora mismo, la segunda huir y marchitarse hasta ser polvo…

-En cualquiera de esas dos opciones, al final acabaría siendo devorada mi alma por ti…-Hardik reprimió gemir, ante las caricias que le procesaba la Avatar de Slaanesh y sus lujuriosos mordiscos en su escuálido cuello. -¿Cuál es la tercera opción?

-Servirme, claro está -una risa de diversión salió de la garganta de la representación de la Sedienta y agarró a Hardik por los hombros, girándolo para quedar cara a cara y clavó su oscura mirada en él. -Hazlo, conviértete en mi apóstol y heraldo. Haz que tu raza vuelva al redil y me adoré, alcanza todo tu potencial y perfección que tienes al alcance de tu mano.

Hardik sintió la insondable mirada de Slaanesh y las palabras de ella resonaron en su interior, rompiendo los últimos reparos y recelos por una oportunidad de poder, venganza y de tener un propósito al fin. Sus piernas fallaron, cayendo de rodillas sobre el polvoriento suelo de la sala de adoración, soltando el arma y finalmente, postrándose ante la estatua del Avatar de Slaanesh. La encarnación de la Sedienta se rio llena de cruel júbilo al ver postrado ante ella al desgastado y roto Drukhari, sintiendo el torbellino de emociones, esperanzas y miedo que emanaba de aquel desesperado mortal. Se puso en cuclillas y agarró la cabeza de Hardik, alzando su rostro lleno de arrugas hacia el suyo, besándole en un depravado y lujurioso beso, tomando el alma del Drukhari y reformándole con todo su poder. Hardik sintió como el poder bruto llevaba su ajado cuerpo, sus músculos flácidos se fortalecieron, sus arrugas desaparecieron y su piel se volvió tersa, su pelo blanco como la nieve se volvió negro como los ojos de ónice que lo miraban con lujuria desmedida. La Avatar de Slaanesh se separó de él, mientras se lamió los pétreos labios con una larga y sinuosa lengua, sin apartar la lujuriosa mirada de su heraldo que unificaría a las razas Aeldaris bajo su sensual seno. 

-Ya no eres un Reseco y tampoco un Drukhari, Hardik -la voz de Slaanesh sonó cariñosa y suave, mientras su estatua volvía a su pedestal frente al altar. -Ahora eres el primer Slaanari, mi nueva raza favorecida. Reclama hasta el último de los Aeldaris, Arlequines, Exoditas y Drukharis. Tráeme la cabeza de Yvraine y acaba con el último de sus seguidores. 

-Si, mi Diosa -respondió Hardik, aún arrodillado y mirando con devoción a la estatua que lo miraba de nuevo de forma fría e inerte. -Cumpliré tus designios y te traeré a esa ramera de Yvraine ante tu altar como sacrificio.

Hardik se levantó y recogió del altar una espada de hueso espectral corrompida por el poder de Slaanesh, para luego hacer una reverencia a la estatua y salir de la cámara a abovedada, subiendo a paso rápido por las escaleras. Tenía una misión y empezaría tomando la ciudad siniestra de Cammorragh, nivel a nivel hasta arrancar el corazón al propio Asdrúbal Vect y luego cazaría a Yvraine, para llevarla a rastras hasta el altar de la Sedienta. Salió del hogar en silencio, los aullidos de las Mandrágoras resonaban por las calles y avenidas, el sonido de las guerras de bandas de Infernales y Motoristas Guadaña retumbaba sobre su cabeza, aspiró profundamente el aire de la penumbrosa ciudad y se rió, lanzándose él también a la caza de víctimas y a reclutar seguidores entre las hordas de los Resecos, para formar un ejército digno de su hambrienta Diosa.

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