El gran comedor estaba preparado, la enorme mesa de caoba estaba lista con la cubertería de oro y la vajilla de porcelana colocada en cada uno de los treinta sitios. Pálidos sirvientes vestidos con sus uniformes de negro y rojo oscuro, permanecían inmóviles como si fueran estatuas a la espera de sus oscuros señores. Las puertas de bronce del comedor se abrieron solas, empujadas por el aura de poder y muerte de los vampíricos señores del castillo. Los sirvientes empezaron a moverse acomodando a oscuros guerreros enfundados en armaduras lacadas con sangre seca, damas con recargados vestidos que eran una mezcla de rojo, blanco y negro, aristócratas de rostro enmascarado de ropas almidonadas de lujoso corte y viudas en recatados vestidos de negro luto que marcaban sus sensuales cuerpos, mientras ocultaban sus rostros con unos velos vaporosos. Todos aquellos seres de la oscuridad se miraron desde la comodidad de sus asientos, a la luz de las velas de color rojo que ardían en viejos candelabros de latón y en la gigantesca araña de huesos humanos que colgaba de cavernoso techo, a la espera de la llegada de su amo y señor de aquel pequeño territorio de los Reinos Fronterizos.
Las llamas vibraron y durante un segundo, todo quedó en oscuridad total, cuándo la luz volvió, las miradas de los allí reunidos fue atraída hacia el asiento que presidía la mesa del comedor, dónde había una figura terrible sentada en el lugar que segundos antes había estado vacío. El señor de los vampiros Astorag Von Carstein sonrió igual que un depredador, dejando a la vista unos afilados y brillantes colmillos que destacaban en su bello rostro de palidez cadavérica. Sus ojos rojos recorrieron la mesa mirando a cada uno de sus hijos, creados durante siglos de búsqueda entre el ganado humano, satisfecho alzó una de sus enjoyadas manos y chasqueó sus largos dedos, para indicar que sirvieran en macabro banquete. Los sirvientes avanzaron hasta la mesa con enormes jarras para vino, llenando las copas hechas con cráneos con el rojo elixir de la vida, saturando el comedor del olor cobrizo de la sangre fresca. Los vampiros saborearon la sangre con ansias, esperando por las suculentas reses que iban a devorar sin piedad. Unos pasos torpes resonaron por el comedor cuando el plato principal entró por su propio pie, seis jóvenes avanzaban vestidos con túnicas de gasa blanca que dejaban ver sus hermosos cuerpos, eran tres hombres y tres mujeres de rostros angelicales. Sus ojos estaban turbios y miraban al infinito, ajenos al destino que les esperaba esta fatídica noche.
Astorag observó la escena con suma tranquilidad desde su asiento, como los jóvenes se subían a la mesa y se quitaban las túnicas, quedando desnudos ante los ilustres invitados vampíricos, para luego tumbarse sobre las enormes bandejas de oro. Los comensales rugieron hambrientos como si fueran lobos, lanzándose sobre aquellos pobres desgraciados en el mismo instante que recuperaban el dominio sobre sus enturbiadas conciencias. Astorag hizo una mueca de asco y miró el contenido de su copa, mientras crecía el tono de los gritos de dolor y miedo, escuchando con cierto asco la cruel pitanza que sucedía delante de él. Su mente dio vueltas a las viejas preguntas morales que se había hecho tras volver a la vida cómo un ser de la noche. Las apartó a un lado, suspirando y bebiéndose de un trago el contenido de la copa, para luego alzar la cabeza y observar asombrado con qué rapidez se habían transformado aquellas reses en un montón de despojos sangrientos. Una cosa tenía clara Astorag, su prole se estaba dejando llevar cada vez más por el depredador de su interior, transformándolos y deformando sus mentes, hasta convertirles en bestias sin control alguno en vez de los gobernantes eternos de aquellas tierras fronterizas.
Los vampiros saciados tras la pitanza de carne y sangre, empezaron a retozar entre ellos como animales, sin importar otra cosa que su propia satisfacción personal alrededor de la mesa. Astorag frunció el ceño de su pálido rostro al observar el poco respeto hacia su persona y los rituales creados por Vlad Von Carstein, mientras una de sus novias vestida totalmente de blanco se acercó a él, para susurrarle unas leves palabras en su oído. Una sonrisa cruel apareció en sus labios y asintió, levantándose de su asiento y sintiendo las miradas de sus descendientes se posaban sobre él. Todos los vampiros pararon de comer y fornicar, mirando a aquel que era su padre con malsana curiosidad y cierto deseo de ocupar su lugar. Astorag se subió a la mesa de un salto, su armadura de cuerpo entero era negra como la misma noche y su capa de piel de lobo parecía agitarse bajo un viento invisible, sus manos se posaron en los pomos de sus espadas gemelas antes de empezar hablar con su voz sobrenatural.
-Espero que os haya gustado esta cena, hijos míos -la voz de Astorag resonó por todo el enorme comedor, haciendo temblar a todos los presentes. -Por qué a mí, no. Me decepcionáis, por qué solos sois simples animales voraces impulsados por la sed roja. Pero esta vez será la última, por ese motivo he decidido daros la libertad y dejaros marchar.
Los vampiros rugieron al principio de ira por el insulto y luego, al asimilar las últimas palabras de su padre de alegría, serían libres para hacer lo que quisieran sin trabas o límites en el Imperio y Bretonia. La multitud de malditos clamaron eufóricos el nombre de su creador, volviendo a alzar sus copas de alegría y bebiendo ansiosamente. Astorag saltó de la mesa y caminó con tranquilidad hacia las enormes puertas de bronce del comedor, a su alrededor escuchaba risas alegres y las primeras disputas entre sus hijos, que libres de su yugo deseaban zanjar viejas disputas familiares en duelos a muerte. Se aisló de todo aquel ruido, sabiendo lo que en pocos minutos iba a suceder en aquel comedor, todo iba como lo había planificado desde el principio de la velada. Parejas de sirvientes sutilmente se colocaron al lado de cada enorme ventanal cubierto por gruesas y oscuras cortinas burdeos, cuándo Astorag salió del comedor las puertas de bronce se cerraron de golpe, para luego escucharse como eran atrancadas por sirvientes de forma apresurada. La multitud de vampiros se alarmaron al escuchar el cerrarse de golpe las puertas, sabiendo que habían caído en una trampa y corrieron hacia la puerta azotados por la desesperación, gritando y maldiciendo el nombre de su padre. Al unísono los sirvientes arrancaron las cortinas, dejando que los rayos del amanecer llenarán la estancia por completo, sin pensar en nada más que servir a su oscuro amo. Los rayos del sol bañaron a los vampiros y sirvientes por igual, que chillaron de dolor cuando su carne empezó a arder y su piel a burbujear, mientras golpeaban aún más frenéticos las enormes puertas, rogando piedad a su padre y que los salvara de la muerte.
Astorag fue recibido por tres de sus novias sangrientas, a las que acompañaban una pareja de mellizos de diferentes sexos, vestían túnicas iguales que las desafortunadas víctimas que habían sido devoradas en el banquete y en sus cuellos eran visibles la marca de los colmillos del vampiro. Podía percibir en la lejanía todavía la sinfonía de gritos y golpes desesperados contra las atrancadas puertas de bronce, sabiendo con certeza que sus hijos morían bajo la ardiente luz del día, pero poco le importaba ya su destino. Astorag hizo un ademán con su mano derecha, indicando que se levantarán a sus nuevos hijos, satisfecho al ver el miedo en sus ojos al percibir con sus nuevos sentidos las consecuencias de no obedecerlo. Ese terror y miedo que emanaban, le supo más dulce que todos los manjares que hubiera probado en su vida mortal, incluso mejor que la sangre y aquello le llenaba de un extraño sentimiento de poder. Los últimos gritos de agonía tronaron a través de las puertas de bronce, devolviéndolo a la realidad y se puso a caminar con tranquilidad absoluta por el oscuro pasillo seguidos de sus nuevos hijos y sus novias sangrientas.
-La noche ha sido fructífera -sopesó Astorag riéndose cruelmente, mientras se alejaban del comedor en dirección a sus aposentos privados. -Llevadlos a sus cuartos, dormid bien, hijos míos. La eternidad es nuestra y mañana empezaremos con la conquista de estos reinos mortales, como hicieron anteriormente Vlad y Manfred Von Carstein.
Astorag se volvió reír cruelmente al entrar en sus aposentos y avanzó hacia su enorme ataúd abierto, notando los primeros síntomas de sueño. Se tumbó en el mullido interior y cerró la pesada tapa de madera, quedando rodeado de una reconfortante oscuridad, mientras sueños de sangre y conquista llenaban su retorcida mente.
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