Desafiando la voluntad divina.

Los fuegos de los incendios iluminaban la noche, los gritos de dolor, agonía y guerra se mezclaban en una cacofonía demencial, que retumbaba por las calles de Troya. Ulises avanzaba en silencio por el empedrado suelo, intentando no pisar los ríos de sangre, se sentía satisfecho y a la vez asqueado de que su plan hubiera tenido éxito. Su mirada se dirigió a la enorme efigie de madera con forma de caballo, tan solo unas horas antes, él y sus soldados habían estado apiñados en su interior, rezando a los Dioses para no ser descubiertos. Ulises apartó la mirada de la efigie, que parecía observar con indiferente crueldad la matanza indiscriminada acontecida bajo su oscilante sombra. Tras negar con la cabeza, se internó otra vez en las calles de Troya, ahora únicamente le importaba una cosa volver a Ítaca para estar con su esposa y su hijo. 

El sol se alzaba inclemente otra vez sobre el cielo, iluminando la arrasada y humeante ciudad de Troya, mientras sus gentes marchaban encadenadas hacia la playa bajo la vigilante mirada de sus conquistadores. Ulises observó la ciudad, los alrededores de la misma y el campamento de la playa, dónde esperaban los grandes barcos para volver a casa. Escuchó como los sacerdotes rendían culto a Poseidón, agradeciendo su victoria sobre los troyanos y pidiendo un buen viaje de vuelta al hogar, mientras los hombres festejaban y bebían dando gracias por seguir vivos. La furia inflamó el alma de Ulises, durante diez años los Dioses habían dejado que griegos y troyanos se mataran, que sus hijos mortales y sus devotos héroes se despedazaran por una falsa gloria y honor a los ojos del Olimpo, cientos de hombres habían muerto para la diversión y complacencia de unos indiferentes seres.

-¡Malditos sean los Dioses! -gritó Ulises desde la roca dónde se encontraba, mirando al basto mar.-¡No es vuestra victoria, es una victoria de los hombres!

El mar frente a Ulises burbujeo y se agitó, con rapidez se elevó una columna de agua hacia el cielo, que empezó a cubrirse de nubes de tormenta. En la columna de agua empezó a formarse un rostro, que estaba enmarcada por una barba y pelo formados de espuma marina, sus ojos se clavaron con enfado en el hombre que acaba de maldecir a todos los Dioses, como si fuera a fulminarlo en cualquier momento. Ulises no se amedrentó, alzó la cabeza y miró enojado a los ojos a la representación divina que tenía ante él, sin mostrar miedo o respeto alguno en su rostro del Dios que lo miraba.

-¡Cómo te atreves humano! -la voz del rostro acuático sonó igual que las olas al golpear las rocas de un acantilado. -Yo soy Poseidón y gracias a mi intervención divina, Troya cayó bajo vuestro patético engaño. 

-¡Tras diez años de olvido por parte de los Dioses! -espeto con rabia Ulises, mientras permanecía desafiante frente al enorme rostro. -¡Reniego de vosotros! ¡No volveré a creer en los Dioses!

-¡Lamentarás tu desafío, mortal! -rugió el rostro de Poseidón, mientras lanzaba su terrible maldición sobre Ulises. -¡No volverás a ver tu querida Ítaca hasta que reconozcas el poder de los Dioses!

Ulises escupió al rugiente mar sin hacer caso a la advertencia y a la maldición de Poseidón, dándole la espalda al rostro de agua que era tragado por las olas. Caminó hacia el campamento lleno de alegría y esperanza por ver a su hijo y a su bella esposa, con la añoranza de su tierra natal en lo más profundo de su corazón. Los vítores le recibieron al llegar al campamento, Ulises estaba ansioso por partir y tras despedirse de los nobles y reyes, marchó al puerto para emprender su regreso a casa. Se subió a su barco, ajeno al largo y extraño viaje que le tenían preparado los Dioses por su osadía y desafío.

El cielo se llenó de nubes de tormenta, las olas empezaron a zarandear el barco con violencia, los gritos de terror de los hombres llenó la cubierta y el trueno rugió con fuerza escuchándose igual que la voz de un dios furioso. Ulises sujetó con fuerza el timón, sabiendo que los dioses intentaban cumplir su funesta promesa y castigo contra él. Sus ojos miraron al horizonte buscando un camino en la tempestad, sería el ingenio y la voluntad humana lo que le llevaría a salvo a casa, no el deseo de un dios caprichoso y voluble. Ulises guiaba el barco con maestría entre las enormes olas, el viento parecía querer arrancar las velas y el mástil, sus músculos se tensaban por el esfuerzo de mantener el rumbo del timón. Una sonrisa apareció en su bronceado rostro empapado por la lluvia, cuándo el barco salió de la tormenta, tras lo que había parecido ser una eternidad. Ulises miró a su alrededor, todos estaban vivos y tal vez no sabían en dónde se encontraban, pero cuándo anocheciera las estrellas marcarían su rumbo a casa y nada, ni nadie le impediría volver con aquellos que amaba.

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