Permanecían en silencio total, inmóviles cómo macabras estatuas totalmente firmes y en formación, sus ajados estandartes se mecían por el sobrenatural viento. Millares de esqueletos miraban en dirección a la ciudad de Nagizaran, sujetando con firmeza oxidadas armas con escalofriantes sonrisas a la espera de una señal, para desbordarse y anegar aquel lugar con una marea de muerte y sangre. Dragan comprobó la línea de defensores de las murallas, podía ver el miedo pintado en los rostros de cada hombre y mujer reclutado para aquella defensa desesperada. Apoyó sus manos enguantadas en las reconstruidas almenas, sin apartar sus ojos verdes de aquel ejército de muertos, qué se alzaba sobre ellos, igual que el hacha de un verdugo. Sabía por qué estaban ahí fuera, habían reconstruido una ciudad olvidada y saqueado las viejas tumbas de los reyes de aquel paraje, únicamente era cuestión de tiempo que despertarán clamando venganza por el saqueo y la profanación de su lugar de descanso. Un jinete esquelético salió cabalgando entre las ordenadas líneas del ejército asediante y se paró lo suficientemente cerca, como para que su sobrenatural voz se pudiera escuchar por todas las murallas de la ciudad sin esfuerzo alguno.
-En nombre de los antiguos reyes de Nagizaran, el rey Valdemar cómo ejecutor de su venganza, os juzga culpables de profanación -las palabras de aquel tétrico jinete sonaron igual que una sentencia de muerte a Dragan. -Se os condena a redención por combate, si aguantáis durante siete días y noches de asedio, los qué queden en pie vivirán.
Dragan suspiró con resignación, ante la imposibilidad de aguantar tanto tiempo ante aquel basto ejército, inmune al hambre, al cansancio o el miedo, estaban condenados a morir. Los cuernos sonaron y los tambores redoblaron, cuándo el ejército de esqueletos cargó contra las murallas lanzándose a la carrera, rompiendo el tenso silencio que los envolvía cómo un sudario. Dragan dio la orden de disparar y una lluvia de flechas salió desde las murallas, derribando a la primera línea de enemigos, pero sin conseguir aminorar la carga hacia las murallas. Las máquinas de asedio rugieron lanzando enormes piedras contra las murallas, aplastando defensores y derrumbando parapetos defensivos, mientras las catapultas y lanzavirotes de las almenas respondían en un intento de mermar a los inclementes atacantes. Dragan pateó al primer esqueleto que llegó a su parte lienzo de las almenas, aquellas cosas muertas no necesitaban escaleras o torres de asedio, simplemente trepaban por los muros con sus desnudas manos. Los gritos de guerra y el chocar de las armas resonaba por todas las almenas, vivos y muertos luchaban de forma salvaje y sin piedad, dejando escenas de locura y heroísmo a partes iguales que se grababan en la retina de Dragan, mientras luchaba de forma desesperada por su vida, cortando extremidades y abriendo cráneos resecos con su espada. Por un momento pareció, que aquella interminable marea no muerta de huesos podridos iba a sobrepasarlos y fuera a inundar toda la ciudad en una ola de violencia, para finalmente retroceder cómo si fuera la marea baja. Dragan miró a su alrededor empapado en sangre y polvo de hueso, los cuerpos de los defensores yacían entre montones de polvorientos y destrozados guerreros esqueletos, los gritos de los heridos y de los agonizantes resonaron por toda la ciudad, cómo si fuera un lamento fúnebre. Los supervivientes rugieron triunfantes, al haber sobrevivido a la primera acometida de aquel macabro ejército, pero Dragan solo sintió desesperación, por qué esto solo había sido el primer envite y casi habían caído.
El humo negro ascendía hacia el cielo azul sin nubes aquel séptimo día de asedio, los gritos de miedo y agonía resonaban por las anegadas calles en sangre, mientras millares de figuras esqueléticas registraban cada palmo de la arrasada Nagizaran y daban muerte a los supervivientes. Dragan despertó dolorido y sintió cómo era arrastrado por unas manos de agarre férreo, agitó la cabeza cómo un toro y parpadeó confuso, viendo aterrado a las figuras envueltas en rancios sudarios, que lo arrastraban hacia la plaza principal de la ciudad, a través de calles empapadas en sangre y cubiertas de los cadáveres de sus habitantes. Recordaba cómo habían caído los muros antes del amanecer, obligando a los defensores a retroceder a las calles de la ciudad y luchar desesperadamente barrio por barrio. La crueldad de los arqueros esqueléticos, que habían quemado el templo con los asustados refugiados, sin importar que fueran ancianos y niños los qué se encontraban en su interior. Escenas de heroísmo, terror y desesperación se agolpaban en su cabeza, amenazando perder su cordura. Dragan fue arrojado al polvoriento suelo de la plaza, tosiendo y escupiendo sangre, alzó la mirada cargada de terror, viendo al señor del ejército invasor y sintió un escalofrío de pavor, que le recorrió todo el cuerpo. Estaba sentado sobre una montaña de cadáveres, envuelto en un podrido sudario sobre la armadura de metal negro salpicada de sangre fresca, la hoja de su espada yacía sobre su regazo y su rostro reseco estaba cubierto por las sombras de la capucha de su capa raída, sus ojos ardían con un fuego sobrenatural lleno de puro odio. Dos guerreros acorazados permanecían inmóviles, flanqueando a aquel terrible guerrero, sujetando con fuerza sobrenatural inmensos estandartes desteñidos y polvorientos, que mostraban una vieja enseña del cráneo atravesado por una espada, identificando a aquel ser cómo el rey Valdemar. Dragan lo vio levantarse en toda su envergadura y avanzar hasta él con paso tranquilo, sujetando con fuerza su espada y deteniéndose enfrente suya, para mirarlo de forma indolente, antes de dirigirle la palabra.
-Habéis perdido la ciudad -sentenció cadáver que una vez fue el rey Valdemar, agarrando por el cuello a Dragran con su mano izquierda y alzándolo cómo si no pesará nada. -Morirán todos los habitantes de Nagizaran cómo castigo, pero tú vivirás para contar lo qué aquí ha sucedido y que nadie olvidé nuestra ira.
-No... por favor...-suplicó Dragan deseando qué su suplicio acabará y sentir el abrazo del dulce olvido de la muerte. -No quiero recordar nada de esto... mátame por favor, su terrible majestad.
-No morirás -el rey Valdemar lo arrojó al suelo y lo señaló con su espada, mientras los guerreros esqueletos miraban impasibles la escena en formación. -Márchate de esta ciudad muerta y condenada, yo te maldigo a recordar cada instante de estos últimos siete días. ¡Ahora márchate de este lugar olvidado por los Dioses! ¡Corre por tu vida!
Dragan miró el amortajado rostro del rey de aquel ejército de muertos, el sol iluminó su semblante oculto por las sombras, mostrándoselo con claridad y haciéndole huir preso de un terror irracional, sintiendo cómo resonaban aquellas terribles palabras en su cabeza y perdiendo la poca cordura que le quedaba intacta. El rey Valdemar alzó su espada y pronunció una larga letanía en una lengua olvidada, dejando que su poder recorriera toda la arrasada ciudad. Cada cadáver de aquella cuidad en ruinas gritó de forma agónica, para luego levantarse con torpeza y moverse de forma espasmódica para seguir al ejército de esqueletos, que marchaba de vuelta a las viejas tumbas de dónde habían salido, tras el estandarte de rey Valdemar.
Nagizaran quedó otra vez desierta y olvidada por el mundo, empapada en sangre y ceniza al inclemente sol. Ala espera de los siguientes seres humanos que la encontrarán, habitarán y cometieran el mismo error de saquear las tumbas y mausoleos cercanos a ella, liberando una tormenta de muerte otra vez sobre ella.
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