El agudo sonido de las cigarras bajo el ardiente y poderoso abrazo del sol se hizo cada vez más fuerte, siendo el único sonido que rompía el ceremonial silencio de aquel sagrado lugar. Athena miró aquel familiar cenador cercano al majestuoso templo de Apolo, sus ojos azules observaron las largas columnas de mármol blanco alzarse como los dedos de un titán hacia el cielo, el suelo cubierto de hierba ocultaba los restos esparcidos de la antigua cúpula de piedra, cómo si fueran simples guijarros dispersos. Acarició con sus delicadas manos el enorme cuenco de negra piedra volcánica que le llegaba hasta la cintura, notando su fría textura pese al tórrido calor de aquel día de verano, su rostro aún juvenil permanecía impasible y su rizado pelo rubio se mecía levemente por la cálida brisa. Dos de las novicias del templo la asistían, llenando el enorme cuenco de piedra con madera de olivo y diversas hierbas aromáticas, mientras en la lejanía se veía un grupo de hombres ascender por el camino, para consultar al oráculo elegido del Dios Apolo.
Leónidas se secó el sudor de la frente con un pequeño lienzo de lino blanco e hizo una leve reverencia al llegar ante el cenador dónde esperaba Athena, ansioso por recibir respuestas a sus dudas y a las preguntas que atormentaban sus pensamientos desde hacía días. El recuerdo de las exigencias de los emisarios de Jerjes y su desafiante respuesta, dada por un ataque de indignada furia, le había puesto entre la espada y la pared, volviendo a acosarle en ese mismo momento igual que una herida infectada. Una docena de sus guerreros permanecían en silenciosa formación detrás de él, con sus petos y cascos de bronce bruñido brillando bajo el sol del mediodía, inmóviles cómo estatuas creadas por Hefesto, sujetando impasibles sus lanzas y escudos con la mirada fija hacia su señor. El rey de Esparta vestía igual que sus valientes guerreros, su rostro regio estaba enmarcado por su corto pelo negro y su tupida barba que mostraba las primeras canas grises, indicando que su juventud ya había pasado. Sus ojos marrones mostraban un corazón duro y sujetaba su casco con penacho bajo su fuerte brazo derecho, sus labios se fruncieron levemente y temblaron antes de decidirse a hablar con el mayor de los respetos.
-Soy Leónidas rey de la poderosa Esparta -Leónidas se presentó de la forma tradicional ante el oráculo, como lo habían hecho sus antepasados para no ofender a los Dioses. -Estoy ante este oráculo buscando guía y consejo por parte de los Dioses del Olimpo.
-Sé quién eres rey de Esparta, tu visita a este lugar sagrado estaba predestinada -la voz de Athena sonó suave y tranquilizadora, sin miedo alguno al belicoso e irascible rey, que la miraba con un mar de dudas y miedos en sus ojos. -Vienes ante mí porque se acerca una tormenta sobre estas tierras, temes por el futuro de Esparta y su gente cuando el ejército de Jerjes llegue.
-Ese es mi gran temor, sacerdotisa -asintió Leónidas con asombro y pálido, ante la respuesta que le había dado aquella mujer tocada por los Dioses. -Necesito saber qué depara el futuro y que puedo hacer para detener esta amenaza, que desea anegar en un mar de sangre y fuego toda Grecia.
-Tendrás lo que pides -Athena apoyó sus delicadas manos en el cuenco de piedra, echándose levemente hacia delante y dejando que se viera el escote de su quiton blanco impoluto, cruzando su mirada con la de Leónidas. -Espero que estés listo para las respuestas que los Dioses se disponen a revelarte, porque puede que no sean de tu agrado...
Athena se apartó del cuenco e hizo un leve gesto con sus manos, ante aquella señal sus novicias al unísono encendieron con sus antorchas la lecha seca y las plantas aromáticas que habían estado acumulando en el interior del enorme recipiente de piedra. Las llamas se extendieron con hambrienta rapidez, creando una hoguera que se mecía sin parar por el tórrido viento, un instante después Athena introdujo su mano izquierda en la pequeña bolsa de piel de cabra, que colgaba de su cinturón y arrojó a las bailarinas llamas un puñado de hierbas alucinógenas. Las llamas rugieron y crecieron de golpe hasta casi llegar a medir tres metros de altura, los asombrados soldados y el propio Leónidas retrocedieron ante aquella luminosa y ardiente columna de fuego. Athena aspiró profundamente el humeante vapor aromático que salía de aquel rugiente fuego, notando cómo le picaba la garganta y la llenaba los pulmones, sintiéndose cada vez más ligera y llevando su mente hacia un plano de transcendente comunión, convirtiéndose en un conducto para la voluntad de los Dioses y dar su mensaje a los mortales allí reunidos. Sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo rígido, cómo si mano de un gigante la sujetará con una fuerza colosal, mientras en su cabeza un flujo de imágenes y sonidos colapsaron todos sus sentidos. Su frente se empapó de brillante sudor, por el esfuerzo de reordenar y entender la visión qué los Dioses la habían concedido.
-He aquí... qué está es la voluntad de los Dioses, escucha con atención rey de Esparta -la voz de Athena sonaba totalmente diferente, como si fuera un coro de voces masculinas y femeninas hablando a la vez a través de su garganta. -Deberás enfrentarte a los Persas en las Termópilas, ese es el mejor lugar donde detenerlos. Se derramará sangre, sudor y lágrimas, tanto de tus enemigos cómo de tus guerreros. Por cada valeroso hijo de Esparta que caiga, decenas de enemigos muertos les abrirán el camino al Elíseo.
-¿Entonces ganaremos? -Leónidas preguntó con voz emocionada ante las palabras de la sacerdotisa, escuchando lo que el oráculo vaticinaba para los siguientes días de batalla. -¿Esparta estará a salvo de los Persas? ¿Se retirará Jerjes de Grecia ante tan cuantiosas pérdidas en sus ejércitos?
-La victoria dependerá de hasta cuánto estés dispuesto a sacrificar para conseguirla, Leónidas -Athena lo señaló con una de sus manos y mirándolo con los ojos en blanco, cómo si los Dioses escrutaran su alma. -Si estás dispuesto a luchar hasta el último aliento y dar hasta la última gota de tu sangre, se vencerá a los Persas y tu nombre será recordado durante más de mil generaciones.
Ante aquella revelación, Leónidas sonrió hambriento de gloria y guerra, deseando qué su nombre y de Esparta quedará grabado a fuego en la historia para siempre. Hizo una reverencia a la sacerdotisa y con un gesto de su mano izquierda varios de sus guerreros dejaron las ofrendas de Esparta para el oráculo junto al enorme cuenco de piedra, esperando la bendición de los Dioses y la gloria que vaticinaba aquella profecía. Athena parpadeó agotada, temblando y empapada en sudor, se apoyó en el cuenco para no caer al suelo por el esfuerzo, a la vez que dirigió una mirada entre las llamas de la hoguera que empezaba a apagarse al rey de Esparta, que ya se alejaba con sus tropas deseando por marchar contra Jerjes. Frunció sus labios resecos y se los lamió despacio, sabiendo que se había guardado de comunicarle una parte de su visión por orden de los Dioses, pues el destino qué le esperaba era la muerte en batalla. Suspirando ampliamente, Athena se giró y emprendió su camino de vuelta al templo de Apolo, entendiendo el motivo por el cual había tenido que guardar silencio. Por qué la duda y el miedo podría haber anidado en el corazón de Leónidas, al conocer su muerte y condenado a toda Grecia al dominio de los Persas.
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